lunes, 17 de diciembre de 2012

En la Antigüedad el universo tenía una forma y un centro; su movimiento estaba regido por un ritmo cíclico y esa figura rítmica fue durante siglos el arquetipo de la ciudad, las leyes y las obras. El orden político y el orden del problema, las fiestas públicas y los ritos privados -y aun la discordia y las transgresiones a la regla universal- eran manifestaciones del ritmo cósmico.Después, la figura del mundo se ensanchó: el espacio de hizo infinito o transfinito; el año platónico se convirtió en sucesión lineal, inacabable; y los astros dejaron de ser la imagen de la armonía cósmica.Se desplazó el centro del mundo y Dios, las ideas y las esencias se desvanecieron. Nos quedamos solos. Cambió la figura del universo y cambió la idea que se hacía el hombre de sí mismo; no obstante, los mundo no dejaron de ser el mundo, ni el hombre los hombres. Todo era un todo. Ahora el espacio se expande y disgrega; el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo, estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se dispersa, errante en su propia dispersión. En un universo que se desgrana y se separa de sí, totalidad que ha dejado de ser pensable excepto como ausencia o colección de fragmentos heterogéneos, el yo también se disgrega. No es que haya perdido realidad ni que lo consideremos como una ilusión. Al contrario, su propia dispersión lo multiplica y lo fortalece. Ha perdido cohesión y ha dejado de tener un centro, pero cada partícula se concibe como un yo único, más cerrado y obstinado en sí mismo que el antiguo yo. La dispersión no es pluralidad sino repetición: siempre el mismo yo que combate ciegamente a otro yo ciego. Propagación, pululación de lo idéntico.

O. Paz

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