Cuando llegaron los europeos a América en el siglo XVI, en
muchas regiones de América los amerindios cultivaban una gran diversidad de
plantas y árboles, lo cual los situaba entre los centros mundiales más
importantes de domesticación de plantas.
Perú, patria de la papa, actualmente importa esta legumbre
de los Países Bajos. Sin embargo, antes de la llegada de los españoles los
habitantes del valle del Urubamba, cuna del imperio inca, cultivaban más de un
centenar de variedades. Las ruinas que se extienden desde Machu Picchu hasta
Cuzco son prueba de su brillante pasado agrícola: vestigios de almacenes en
forma de torres en la cumbre de las montañas que denominan los asentamientos de
viejos poblados: canales de irrigación que, en otro tiempo, traían el agua
fresca desde arriba y que ahora están en ruinas llenos de fango y piedras
pequeñas. Este valle- en el que apenas hace 50 años se podían divisar innumerables
terrazas cultivadas que extendían su verdor a lo largo de kilómetros y
kilómetros- ofrece en nuestros días el triste espectáculo del abandono (como
todo lo que tocó la mano de la colonia). De los millones de campesinos que lo habitaban
en otros tiempos, actualmente sólo unos miles han encontrado refugio. La caída
fue vertiginosa: pocos años de conquista española bastaron para que las
enfermedades y en trabajo en las minas de Potosí diezmaran la población casi
por completo y para que la prosperidad del fértil valle no fuera más que un
recuerdo.
A pesar de la situación en la que se encuentra Perú
actualmente, un hecho prevalece: los pueblos de los Andes se cuentan sin duda
alguna entre los más grandes experimentadores agrícolas que la historia a
conocido. Mucho antes del Imperio inca, los naturales de los altos valles
andinos perfeccionaron las técnicas de cultivo que les permitieron aprovechar
al máximo el suelo.
Antes de buscar un ambiente ideal para la papa, los peruanos
desarrollaron diversos tipos de plantas para diferentes condiciones de suelo,
de sol y humedad. Para los campesinos de los Andes, la diversidad fue el
elemento más importante en el desarrollo de la agricultura. Las papas, por
ejemplo, tenían diferentes formas, texturas y colores: algunas eran redondas,
otras ovaladas o nudosas… pero los antiguos agricultores no buscaban la
diversidad por un simple placer estético; habían comprendido rápidamente que
las diferencias de forma y color correspondían a otras variaciones más sutiles.
Unas clases maduraban rápidamente y otras con mayor lentitud; esta era una característica
muy importante cuando se sabe que el período de crecimiento de una planta varía
según la altitud, el grado de humedad, etc…
Lo que es útil para el cultivo de la papa, lo es para el del
maíz. Tenían mas de una docena de variedades. Ciertas mazorcas maduraban en 60
días, otras requerían muchos meses. Algunas variedades crecían en regiones que
recibían bastante agua como el altiplano de México o la Florida, y otras en los
desiertos, como el noreste de México. Sea en las montañas sea en las planicies,
el maíz fue cultivado en todas partes: desde Canadá hasta América del Sur.
Los campesinos amerindios pudieron crear y mejorar un gran número
de variedades gracias al conocimiento profundo y práctico de la genética de las
plantas, adquirido a través de generaciones. El maíz, por ejemplo, no crece en
estado silvestre. Para que las mazorcas se formaran, los primeros horticultores
mesoamericanos debían fertilizar a mano cada planta, depositando el polen sobre
las finas inflorescencias situadas en la extremidad superior de la mazorca. Experimentando
con base en esta técnica, es decir, fertilizando un maíz con el polen de otro
que poseía propiedades diferentes, lograron crear nuevas variedades que
combinaban las cualidades de las dos plantas madres. Actualmente se llama “hibridación”
a este tipo de tratamiento, y hace poco tiempo los científicos empezaron a
practicarla a gran escala.
En América del Norte el conocimiento técnico de los
amerindios permitió a los colonos ingleses y franceses establecerse en el
continente. Los naturales sirvieron de modelo a los campesinos europeos que,
enfrentados a una naturaleza desconocida y hostil, comprobaron rápidamente la
inadaptación de sus métodos agrícolas tradicionales.
Las tierras del noreste de América estaban cubiertas de
selvas densas, con árboles difíciles de arrancar debido a que poseían un red de
raíces que hacía imposible el cultivo por hileras, a la manera europea. A pesar
de todo, los amerindios lograron sustentarse de la tierra utilizando una
técnica simple pero adaptada al medio. Resolvieron el problema de los árboles
de una manera muy ingeniosa: arrancaron una porción de su corteza. Privados así
de uno de sus elementos protectores esenciales, morían al perder el follaje. La
pérdida de las hojas permitía al sol penetrar hasta el suelo. No quedaba
entonces más que cultivar entre los troncos muertos. Gabriel Sagard, misionero
francés que a principios del siglo XVII permaneció en la región de los Grandes
Lagos, describió la manera que los hurones, pueblo de horticultores, sembraban
el maíz: “las mujeres limpian bien la tierra entre los árboles y labran paso a
paso un espacio o zanja en redondo, donde siembran en cada uno 9 o 10 granos de
maíz, que son primeramente seleccionados, limpiados y puestos a remojar durante
algunos días en el agua” (Le Grand Voyage du pays des Hurons -1632-, p. 134). Después
de unos años de cosechas, los naturales abandonaban los campos para que la
selva se regenerara.
Los colonos europeos adoptaron el mismo sistema, pero no
dejaron que el bosque se restableciera. Al cabo de cierto tiempo, los árboles
caían por su propio peso. De esta manera, los colonos iban ganando terreno al bosque.
Las tierras despejadas se convirtieron más tarde en vastos campos de cultivo. Más
que por el hacha y el arado, por la adaptación de una técnica amerindia las
tierras de países como los Estados Unidos de América pudieron, en primer lugar,
ser desmonatadas.