TEONANÁCATL

ALUCINÓGENOS Y CULTURA  (PARTE 6)

LA NUEZ MOSCADA

La nuez moscada, como la macia, es un producto del fruto del árbol de la nuez moscada, myristica fragrans, y desde hace mucho ha sido una especie popular (e, históricamente, un medicamento importante en Asia, el Cercano Oriente y Europa), de la cual solamente los Estados Unidos consumen entre dos y tres millones de kilos al año, principalmente como saborizante alimenticio para la cocina y la repostería. Se usa especialmente para preparar donas, y durante la navidad siempre aparece en el mercado un gran incremente de su popularidad, pues es un ingrediente saborizante en el ponche de huevo y en el hot toddy (bebida caliente a base de coñac).

Menos conocido, quizás, es el hecho de que en dosis mayores la nuez moscada actúa en el sistema nervioso central como alucinógeno intoxicante, esto debe señalarse inmediatamente, con raros síntomas físicos y mentales y con efectos posteriores desagradables, como náusea extrema, dolor de cabeza, mareos y resequedad de la nariz y la garganta. Las propiedades psicoactivas de la nuez moscada, que ha sido conocidas por los médicos desde tiempos antiguos, presentan toda una serie de interesantes problemas culturales y psicofarmacológicos, pues especialmente dos de sus aceites esenciales, el safrol y la miristicina, son la base de dos drogas sintéticas: el MDA Y EL MDMA, derivados anfetamínicos que se han vuelto importantes en la psicoterapia.

El mundo antiguo es rico en relatos acerca de la nuez moscada como medicamento narcótico con maravillosas propiedades curativas para una gran variedad de padecimientos, desde la enfermedad de los riñones hasta la irritabilidad crónica y la impotencia. Por desgracia, como advirtió Weil  (1967) en su estudio sobre la intoxicación con la nuez moscada entre los estudiantes y las poblaciones carcelarias (Malcolm X, por ejemplo, describió su experiencia con la nuez moscada cuando estuvo en prisión. Autobiografía (1964)), es difícil obtener datos históricos confiables acerca del uso deliberado de la nuez moscada como agente psicoactivo, aunque hay un buen número de viejos relatos de los efectos de la intoxicación con nuez moscada. A ella se refieren específicamente como "fruto narcótico" en el Ashur Veda, un antiguo libro hindú que trata de medicina y de la prolongación de la vida humana. 

LA NUEZ MOSCADA EN LA MEDICINA EUROPEA

La nuez moscada obtuvo una gran importancia en la medicina europea de la Edad Media, pero, aparentemente, los romanos y los griegos no la conocieron. De hecho, no hay indicios de que haya llegado a Europa hasta los primeros siglos de la era cristiana, posiblemente a través de los mercaderes árabes de especias. Los médicos árabes anotaron las numerosas aplicaciones terapéuticas de la nuez moscada desde el siglo VII, pero en Europa nadie la mencionó en la literatura hasta el siglo XII, y su origen, las Islas Banda (Nuez Moscada) de las Indias Orientales, permaneció desconocido hasta que los portugueses llegaron a ellas en 1512. En general, no se ha advertido que las primeras exploraciones de los portugueses y de sus rivales europeos fueron grandemente motivadas por la búsqueda de la nuez moscada y de otras preciosas especies de Oriente, que en aquellos días no se buscaban tanto como condimentos sino como medicinas, entre ellas narcóticos y afrodisíacos al igual que panaceas. En realidad la nuez moscada era ampliamente apreciada como un efectivo afrodisíaco, y aún goza de esa reputación en el Cercano Oriente, donde los hombres yemenitas la toman para acrecentar su potencia. Es aún, también, parte de las farmacopeas populares de Malasia y la India, donde se le prescribe para numerosas y variadas enfermedades como son los desórdenes intestinales, los males del corazón, de los riñones, e, incluso, para la irritabilidad en niños.

LA NUEZ MOSCADA Y LA PSICOTERAPIA

Las dos drogas ya mencionadas, MDA y MDMA, no existen en la naturaleza. Son el resultado de una aminación de los aceites esenciales de la nuez moscada. Si acaso existen procesos similares que aparezcan naturalmente en el cuerpo humano, esto ayudaría a explicar los efectos subjetivos de la nuez moscada. El MDA (metileno dioxianfetamina), es un producto de la aminación del safrol; y la cercanamente relacionada MDMA (3-metoxi4, 5-metileno dioxifenil isopropilamina), es un compuesto sintético derivado de la adición del amoniaco a la miristicina, el constituyente primario más importante de la nuez moscada. El safrol también se halla presente en otras especias, más prominentemente en el aceite de sasafrás, que consiste en un 80% de safrol.

En un nuevo libro, The Healing Journey, (1973), el psiquiatra chileno Claudio Naranjo ha referido algunas de sus experiencias de psicoterapia con el uso de MDA y MDMA. Naranjo llama a esos agentes "acrecentadores del sentimiento" y los diferencia como agentes psicodélicos ("manifestadores de la mente"), distinguiéndolos de los alucinógenos porque no propician extraordinariamente fenómenos de percepción o despersonalización ni semejan estados psicóticos. En la psicoterapia, escribe Naranjo, el MDA  es valioso porque característicamente induce a lo que se llama "regresión de edad", un estado en el cual el paciente, mientras retiene la conciencia de su personalidad presente, también reexperimenta vívidamente eventos particulares de su niñez y es capaz de hablar de estas experiencias pasadas con mucha mayor expresividad que como ocurre con drogas que se han usado para este fin, o sin drogas. Naranjo llama al MDA la "droga del análisis", capaz de devolver al paciente lo profundo de su pasado problemático con mucha mayor rapidez de lo que es usual en el psicoanálisis tradicional, y menos traumáticamente que con el LSD. El MDMA induce experiencias extáticas o culminantes del aquí-y-ahora, igualmente sin la desintegración temporal de la personalidad y sin otros drásticos efectos psíquicos que ha menudo conlleva el uso del LSD en la psicoterapia, creando, en vez de eso, 

...una intensificación de sentimientos, síntomas e imaginación visual mas que un cambio cualitativo de esto. El valor de tal intensificación en los procesos psicoterapéuticos quizá yace principalmente en que las claves para los aspectos significativos llaman con mayor frecuencia la atención del terapeuta y del paciente de lo que sería habitual de otra manera, mientras que, en la situación normal, gran parte del tiempo y del esfuerzo en un proceso terapéutico pueden irse en cortar un velo de verbalización y automatismos que forman parte del papel social habitual. con el MDMA hay una acceso más expedito a la experiencia subyacente del paciente, o a síntomas que resultan de su negación o distorsión. (p. 122, "THE HEALING JOURNEY").





ALUCINÓGENOS Y CULTURA (PARTE 5)

“IDOLATRÍA”, ALUCINÓGENOS Y SUPERVIVENCIA CULTURAL

Casi desde el momentos en que pusieron pie en el suelo americano al final del siglo XV, primero en las Antillas y poco después en el continente mismo, los europeos tomaron nota, con varios grados de fascinación y repugnancia, de una extraña costumbre indígena que posteriormente reconocerían como un aspecto indispensable de la religión y del ritual aborigen en muchas partes del Nuevo Mundo: la intoxicación extática con distintas plantas a las que los pueblos atribuían un poder sobrenatural, y a las que los españoles lógicamente asociaron con el esfuerzo infatigable del Demonio para impedir la victoria de la cristiandad sobre la religión indígena tradicional.
En cierto sentido, tenían razón: el clero misionero percibía correctamente que los hongos sagrados, las semillas de la virgen, los inhalantes, el tabaco y otras plantas “mágicas” (estos es, transformadores de conciencia) como obstáculos para la conversión total puesto que su uso continuo, en secreto y bajo la amenaza de los castigos más crueles (desde la flagelación pública hasta la hoguera), servían para confirmar y validar las concepciones del mundo, simbólicas y religiosas, de algunos de los pueblos aborígenes, y para consolidar la resistencia en contra de una destrucción total. Y, de hecho, tal como los escritores eclesiásticos de siglos posteriores se vieron forzados a admitir, el gran desgaste de fervor misionero, las prédicas y los castigos sólo obtuvieron en última instancia que esas prácticas pasaran a la clandestinidad, donde fueron más difíciles de combatir. O de otra manera los indios se las hubieran ingeniado para introducir el peyote, las semillas de la virgen y otras plantas sagradas tan sutilmente en la doctrina y el ritual de la fe cristiana, que habían podido aseverar que practicaban los respetos propios de la Virgen María y otros santos cuando en realidad seguían buscando una guía espiritual con la ayuda de los enervante divinos del pasado pre-europeo. Los españoles, por supuesto, vieron esta combinación como un engaño ingenioso, lo cual era cierto de algún modo (una defensa de la integridad de la cultura tradicional). Por otra parte, tal síntesis de creencias y rituales cristianos con los indígenas era una consecuencia previsible del contacto cultural y de la “aculturación”.
Es importante advertir que los primeros padres misioneros se contentaban, más a menudo de los que se creería, con aceptar como ciertos los relatos que oían de los indios acerca de los efectos maravillosos de las plantas mágicas, especialmente en relación con las curaciones y la adivinación, las dos áreas en las que los alucinógenos nativos jugaban su papel más importante. Lo que fundamentalmente parecían objetar, aparte de su aversión a cualquier tipo de intoxicación entre los indígenas a su cargo, era que en ese sistema faltaba Cristo, y por esa razón los efectos sobrenaturales de las plantas sólo podían explicarse en términos del Diablo, que incesantemente trataba de conservar y expandir su antiguo predominio sobre las almas nativas. Su salvación era la misión divina de los españoles, de eso estaban convencidos. Hernando Ruiz de Alarcón, un devoto del siglo XVII que fue comisionado por su obispo para que investigara y desarraigara cualquier creencia y ritual indígena que hubiera sobrevivido al gobierno de los españoles en Morelos y en las partes adyacentes al México central, dedicó gran parte de su Tratado de 1629 a la adoración y al uso de las sagradas semillas de la virgen o quiebraplatos, peyote, los hongos y el tabaco entre los indios y expresó el temor de que estas antiguas prácticas “idolátricas” de los indios pudieran resultar suficientemente atractivas como para que se esparcieran entre los estratos bajos de la sociedad española de la Colonia.
Las primeras referencias europeas de la intoxicación ritual datan del os viajes iniciales del descubrimiento, hacia finales del siglo XV. Un tal fray Ramón Pané fue comisionado por Cristóbal Colón, durante su segundo  viaje en 1496, para observar y poner por escrito als ceremonias y “antigüedades” de los indios taínos de habla arawakana, en la isla de la Española, a quienes los españoles incluso reconocían como un pueblo notablemente amable y con una cultura avanzada (la cual, sin embargo, pronto declinaría desastrosamente como consecuencia de las crueldades europeas y de las enfermedades previamente desconocidas). Pané describió los ritos en los que los nativos inhalaban una yerba intoxicante que ellos llamaban kohobba, “tan fuerte que quienes la tomaban perdían la conciencia” y se creían en comunicación con el mundo sobrenatural. Los indios inhalaban ese polvo potente a través de tubos de treinta centímetros, según describió Pané, y los “brujos” (chamanes o curanderos) por lo general tomaban la droga con sus pacientes para poder averiguar la causa de sus aflicciones y el tratamiento correspondiente. El mismo tipo de lazo psíquico directo entre curandero y paciente aún es común en la terapia de gente tratada con drogas en México o en Perú.
En las primeras décadas del siglo XVI, los conquistadores españoles de México descubrieron que los indios poseían una considerable farmacopea psicoactiva que incluía varias clases de hongos sagrados, peyote, datura (un género que quizá no era desconocido por los invasores puesto que también se utilizaba en la medicina y brujería medieval europea) y, especialmente, unas especies potentes de tabaco llamadas piciétl, así como otras plantas nativas con extraños efectos “de otro mundo” cuya química sólo recientemente ha sido aclarada. Prominentes entre estas últimas son ciertas especies de semillas de la virgen cuyas semillas psicodélicas eran especialmente sagradas, hasta el punto de la divinidad, para los Aztecas y otros pueblos de Mesoamérica, y cuyos principios activos sorprendieron al mundo científico cuando este se enteró, hace apenas unos años, que están estrechamente ligados con el alucinógeno sintético LSD-25.
En Sudamérica las cosas no eran distintas. A través de todo el continente, desde las pequeñas sociedades que plantaban yuca en los bosques tropicales y los cazadores y recolectores de alimentos silvestres hasta la compleja civilización de los Incas en los Andes, los primeros exploradores y misioneros encontraron que el trance extático inducido por drogas (lo que ahora llamamos transformación de la conciencia)era un aspecto integral de la religión chamanista. Como ya se sabe, los indígenas de Sudamérica, aún más que los de Mesoamérica, no sólo descubrieron y experimentaron las propiedades psicoactivas de muchas plantas, sino que también, exitosamente, intentaron mezclas de especies no relacionadas con el propósito de activar principios psicodélicos o de incrementar los efectos.
Para los habitantes nativos en este camino, la Conquista militar, económica y espiritual de Sudamérica fue y continúa siendo en áreas como la Amazonía, una tragedia casi irreparable. No tu vieron un beneficio de un Las Casas pidiendo justicia para los indios, ni tampoco esa meticulosa clase de etnografía que es el legado mexicano de fray Bernardino de Sahagún, un extraordinario franciscano del siglo XYI que, como otros pocos clérigos de su época, tuvo la bendición de una curiosidad insaciable, incluso enormemente compasiva, que lo llevó a compilar para la posteridad todo lo que pudo aprender de los informantes aztecas de esa civilización nativa que los españoles, incluyéndolo a él mismo, llegaron a destruir. El Códice Florentino, de Sahagún, y otros escritos contienen una impresionante gala de conocimiento herbolario que, unido a las compilaciones botánicas y medicinales de su ilustre contemporáneo, el médico real Francisco Hernández, representa el punto de inicio indispensable para cualquier investigación botánica o etnográfica acerca de los alucinógenos sagrados.



ALUCINÓGENOS Y CULTURA (PARTE 4)
El contexto socio-psicológico en cuanto variable crucial

Finalmente, unas palabras acerca de la necesidad de una perspectiva antropológica e histórico-cultural. Las maneras en que, y los propósitos por los cuales, las sociedades llamadas “primitivas” o tradicionales y las de las naciones industrializadas emplean sustancias químicas capaces de activar estados alternos de conciencia son obviamente muy distintos. Como los son las actitudes con que se toman esas drogas y sus efectos. Como las páginas siguientes establecen con claridad, en el mundo preindustrial o tribal las plantas psicotrópicas son sagradas y mágicas, son percibidas como seres vivientes con atributos sobrenaturales, que proporcionan a ciertos individuos elegidos –los chamanes-, y bajo ciertas circunstancias especiales también al común de la gente, una especia de puente para cruzar el golfo que separa a este mundo de los Otros Mundos. Por un acuerdo común, la irrupción al plano que las sustancias químicas extraordinarias facilitan, es considerada esencial para el individuo y la comunidad en las sociedades “primitivas”.
La experiencia del trance extático o de estados verdaderamente alterados , generados por alcaloides naturales, y su contenido culturalmente condicionado así como la interpretación subsecuente, son plenamente compatibles con los sistemas filosófico-religiosos tradicionales que valoran e incluso alientan los caminos individuales hacia poderes sobrenaturales y hacia una confrontación personal con ellos, como quiera que se les conciba o se los nombre. La evidencia, arqueológica, y de otro tipo, es tal que podemos afirmar con seguridad que la mayoría de las sociedades, si no todas, que todavía utilizan plantas alucinógenas en sus rituales lo han venido haciendo desde hace muchos siglos, si es que no milenios. Las plantas tienen una historia cultural; lo demuestran las tradiciones que comparten todos los miembros de la sociedad. De hecho, podemos ir más lejos y decir que las plantas psicotrópicas han ayudado a determinar la historia de la cultura, puesto que, típicamente, durante el trance extático el individuo confirma por sí mismo la validez de las tradiciones tribales que ha escuchado recitar a sus mayores desde su primera infancia:

Cuando uno considera que la datura ofrece imágenes mentales de una tremenda intensidad, no es sorprendente que un muchacho cachuilla, después de su primera visión bajo su influencia, se haya convertido en un firme creyente de las tradiciones míticas. La datura le permitió vislumbrar la realidad última de las historias acerca de la creación en la cosmología cahuilla. Los seres sobrenaturales y los aspectos del otro mundo de los que había oído hablar en su niñez aparecieron ante sus ojos como la prueba definitiva: fue su propia evaluación empírica. Los ha visto. Son reales… Una vez que el neófito cahuilla estuvo convencido de sus propias percepciones , a partir de este momento quedó encerrado en toda la cosmología cahuilla, dramáticamente, con el apoyo y la guía de la comunidad. (Bean y Saubel, 1972: 62-63.)

Las plantas mágicas, entonces, actúan para validar y para ratificar la cultura, no para facilitar medios temporales que permitan escapar de ella. El huichol de México, como el cahuilla del sur de California o el tukano de Colombia, retorna de su “viaje” iniciático para reclamar: ¡es como mis padres me habían dicho! Uno toma peyote –dice- para aprender cómo uno va siendo huichol. Por el contrario la manera como se toma, en el sentido convencional, LSD o el DMT en el Occidente difícilmente sirve para aprender “cómo uno va siendo estadunidense, o sudamericano, o alemán o inglés o mexicano). Y, sin embargo, objetivamente, la química de esas drogas difiere poco de la de las plantas sagradas del mundo tribal, pues el LSD es similar a los alcaloides naturales de las semillas de la virgen y las dimeltriptaminas (DMT) son prominentes en los inhalantes alucinógenos de los indios sudamericanos. Y la cannabis, que treinta millones de estadunidenses contemporáneos, se dice, han fumado como diversión al menos una vez, y probablemente más a menudo, ha reemplazado al potente hongo Psylocibe en los rituales curativo-adivinatorios de algunos chamanes indios de México, quienes con facilidad obtienen trances extáticos con una planta que, desde un estricto punto de vista farmacológico, en realidad no es comparable a la psylocibe.
  
Urge una perspectiva Integrada

Claramente, lo que varía es la sociedad, no la química, puesto que las mismas drogas, u otras químicamente similares, pueden funcionar tan diferentemente en situaciones culturales diversas: pueden ser veneradas durante siglos como algo sagrado, benigno, agente de la integración cultural en unos contextos, mientras que en otros son consideradas tan inherentemente maléficas y peligrosas que su mera posesión constituye un delito grave. Asimismo, obviamente la cultura y las actitudes y los estereotipos que ésta modela (y no cualquier característica inherente, ni siquiera sus consecuencias mensurables médicas y sociales) son los que hacen que una droga, el alcohol, sea “social”, legal y moralmente aceptado entre nosotros, y otra, la mariguana, no. Los narcóticos adictivos como la heroína son un asunto distinto por supuesto, a los alucinógenos no adictivos; pero decir que en esto también requerimos una perspectiva esencial, cultural (es decir, antropológica), no significa menospreciar la seriedad del problema. Muy al contrario. Sin embargo, sospecho que hasta el momento en que una perspectiva holística, que integre antropología, biología y psicología, sea plenamente aceptada (por el público en general y no sólo por el aparato que investiga las drogas, y que propone y aplica leyes) como una segunda naturaleza, recurrir a cualquier droga que altere la conciencia y que no sea patrocinada, aprobada o comercializada oficialmente siempre será objetable. Por tanto supongo que el uso de drogas “no aprobadas” permanecerá en un nivel epidémico, sin merecer leyes más represivas pero tampoco un gasto masivo para “educación” y rehabilitación.
Si tal suposición fuera infundada, ¿no deberíamos preocuparnos más por los efectos de la nicotina que por los del THC? Y, sin subestimar de ninguna manera la seria amenaza de la heroína, ¿no deberíamos estar menos preocupados por la existencia de un cuarto de millón estimado de adictos a la heroína, no deberíamos adoptar políticas sociales más inteligentes para tratar este problema (aun incluyendo alternativas “impensables” para el imperio del mercado negro de las drogas como sería proporcionar heroína legalizada), que por las proporciones verdaderamente epidémicas del alcoholismo? Antes tres o cuatrocientos mil adictos a los opiáceos en los Estados Unidos (por supuesto, una cifra conmocionante) hay sin embargo de diez a doce millones de alcohólicos confirmados y millones de “bebedores problema”, con un enorme potencial de daños hacia sí mismos y a la sociedad. Cualquiera que sea el daño social y personal de la adicción a la heroína y su relación funcional con los crímenes callejeros y con la corrupción, existe una correlación demostrable entre la bebida y muchos miles de muertes anuales en las carreteras, homicidios, abusos de niños y otras formas de violencia, con un costo social total inconmensurablemente más alto que el atribuido a la heroína. Además, tal como Becher y otros han demostrado, el uso excesivo del alcohol conlleva un potencial deterioro orgánico mucho mayor que el de la heroína. Esto no es abogar por la heroína en contra del alcohol, por supuesto, ni minimizar la tragedia que la adicción a la heroína representa para tantos individuos y sus familias; sino sólo subrayar que haciendo caso omiso de todo lo que conocemos acerca del alcohol como droga peligrosa, ·”elevarse” con él implica sólo una fracción del estigma social y legal que nosotros como sociedad atribuimos a otras sustancias que alteran la mente. Los hechos, por tanto, resultan parecen irrelevantes…, o al menos son relevantes o decisivos que el condicionamiento cultural.



texto: "ALUCINÓGENOS Y CULTURA" (PARTE 3)
Los alucinógenos y la bioquímica de la conciencia

Todo el tema de las sustancias químicas de la naturaleza, y su relación, real o potencial, con estados alternos de la conciencia es vasto y complejo. Se extiende hasta el origen de lo que Jung llamó “arquetipos”, temas universales que generan mitos en la tradición oral (especialmente el contenido sorprendentemente similar de la mitología funeraria, heroica y chamanística que existe en todo el mundo), el arte y la iconografía, los tradicionales sistemas culturales de percepción y ordenación de la realidad que difieren drásticamente del llamado modelo occidental “científico”, las concepciones de Otros Mundos, la muerte y el más allá, el misticismo y, de hecho, lo que llamamos religión. Y, por más que creamos saber, en realidad apenas hemos empezado en estas áreas culturales, así como apenas tenemos contacto con el hecho de que aún en nuestras horas de vigilia nuestras mentes constantemente fluctúan entre estados discretos o alternos (pero sin embargo complementarios), estados dirigidos hacia dentro o hacia afuera, y con el hecho de que este fenómeno conlleva directamente el uso y efectos de los psicodélicos. Hay, por supuesto, grados de intensidad en la experiencia de la conciencia dirigida al interior: es obvio que un “elevón” de peyote no es del mismo orden que el del ensueño, aún cuando operen similares procesos neuroquímicos en el cerebro. Si se tratara de reducir a su esencia el complejo proceso químico que ocurre cuando una droga psicoactiva externa, como la psilocibina, llega al cerebro, se diría entonces que la droga, cercanamente emparentada en su estructura con los índoles, el indol que naturalmente se produce en el cerebro parece interactuar con estos últimos como si encerrara temporalmente en su lugar un estado de conciencia no ordinario o dirigido hacia el interior, posiblemente dejando afuera ciertas áreas o sustancias químicas que participan en los modos “ordinarios” de conciencia. En cualquier circunstancia, cualesquiera que sean los procesos químicos participantes (aunque debemos abstenernos de sobrevalorar o de subestimar el efecto que el descubrimiento de las plantas psicoactivas y de otras formas de vida puedan haber tenido en las concepciones del mundo, o en las ideologías, obviamente hay enormes implicaciones, biológico-evolutivas al igual que filosóficas, en el descubrimiento de que precisamente en la química de nuestra conciencia  somos similares al reino vegetal.



texto: "EL CAMINO DE ELEUSIS" (PARTE 2)

R. G. WASSON

Mi difunta esposa Valentina Pavlovna y yo, fuimos los primeros en utilizar el término etnomicología, y seguimos de cerca los avances en esta disciplina durante los últimos cincuenta años. Con el propósito de que el lector pueda apreciar el dramatismo de nuestro último hallazgo, debo comenzar por relatar de nuevo la historia de nuestra aventura con los hongos. Comprende precisamente los últimos cincuenta años. En buena medida constituye la autobiografía de la familia Wasson  y ahora nos ha llevado directamente a Eleusis.

A finales de Agosto de 1927 Valentina y yo, entonces recién casados, pasamos nuestra demorada luna de miel en una cabaña que nos prestó el editor Adam Dingwall en Big Indian, en las montañas Catskills. Valentina era rusa, nacida en Moscú en el seno de una familia de intelectuales; había huido de Rusia con su familia en el verano de 1918, cuando tenía diecisiete años. Tina se recibió como médica en la Universidad de Londres y había estado trabajando arduamente para establecerse como pediatra en Nueva York. Yo era periodista y trabajaba en el departamento de finanzas del Herald Tribune. En aquel hermoso primer atardecer de nuestras vacaciones de luna de miel salimos a deambular por un sendero, disfrutando la plenitud de la vida. A nuestra derecha había un calvero y a la izquierda el bosque.

De pronto Tina se desprendió de mi mano y se precipitó en la floresta. Había visto hongos; una multitud de hongos, hongos de muchas clases, que poblaban el suelo del bosque. Gritó encantada con su belleza. Los llamaba a cada uno con un afectuoso nombre ruso. No había visto tal profusión de hongos desde que dejo la dacha de su familia cerca de Moscú, casi un decenio antes. Tina se prosternó ante aquellas setas, en actitudes de adoración semejantes a las de la Virgen mientras escuchaba al Arcángel de la Anunciación. Comenzó a recoger algunos hongos en su delantal. Le advertí: “¡Re, regresa, regresa acá! Son venenosos, hacen daño. Son Setas. ¡Ven acá!” Sólo conseguí hacerla reír más. Esa noche Tina aderezó la sopa con hongos y guarneció la carne con otras setas. Ensartó otras más en ristras que colgó a secar para su consumo durante el invierno, según dijo. Mi desconcierto fue total. Al día siguiente, pensé, sería viudo.

Era ella quien tenía razón; no yo.

Las circunstancias particulares de este episodio parecen haber conformado el curso de nuestras vidas. Comenzamos a examinar lo que hacían nuestros compatriotas; ella con los rusos y yo con los anglosajones. Pronto encontramos que nuestras actitudes individuales eran características de las que tenían nuestros pueblos. Entonces empezamos a reunir información, al principio lenta, aleatoria, intermitentemente. Comparamos nuestros respectivos vocabularios para referirnos a los hongos, el ruso era interminable, aún no lo he agotado; el inglés se reducía esencialmente a tres palabras: toadstool, mushroom, fungus. Los poetas y novelistas rusos han llenado sus escritos con hongos, siempre en un contexto afectuoso. Un forastero podría tener la impresión de que todo poeta ruso compone versos sobre la recolección de los hongos casi a modo de un rito de transición que le permita calificar cual un artista maduro. En inglés, el silencio de muchos escritores acerca de los hongos es ensordecedor: Chaucer y Milton jamás los mencionan; los demás lo hacen rara vez. Para Shakespeare, Spencer, William Penn, Lawrence Sterne, Shelley, Keats, Tennyson, Edgar Allan Poe, D.H. Lawrence y Emily Dickinson, mushroom y toadstool, son epítetos desagradables, incluso ofensivos. Los poetas ingleses, cuando los mencionan, los relacionan con la descomposición y con la muerte. Tina y yo comenzamos a extender nuestra red y a estudiar todos los pueblos de Europa; no solamente los alemanes, franceses e italianos, sino más especialmente las culturas periféricas , fuera de la corriente principal, donde las costumbres y las creencias arcaicas han sobrevivido más tiempo –los albaneses, frisones, lapones, vascongados, catalanes y sardos, los islandeses y faroeses, y por supuesto los húngaros y los fineses. En todas nuestras pesquisas y viajes buscamos como nuestros más apreciados informantes, no a los estudiosos, sino a los campesinos humildes e iletrados. Exploramos su conocimiento de los hongos y los usos que les daban. Así mismo tuvimos cuidado de recoger el vocabulario erótico y escabroso que a menudo desatienden los lexicógrafos. Examinamos los nombres comunes de los hongos en todas estas culturas en busca de las metáforas fósiles ocultas en sus etimologías, con el propósito de descubrir lo que tales metáforas expresaban. Una actitud favorable o desfavorable hacia esas criaturas de la tierra.
Poca cosa, pensarán algunos de ustedes, es tal diferencia en la actitud emocional hacia los hongos silvestres. Pero mi esposa y yo no lo creímos así, y durante decenios dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo libre a disecarla, definirla y rastrear su origen. Los hallazgos que hemos logrado, incluyendo el redescubrimiento del papel religioso de los hongos enteogénicos en México, pueden relacionarse con nuestra preocupación por la brecha cultural entre mi esposa y yo, entres nuestros respectivos pueblos que dividen a los pueblos indoeuropeos en dos bandos (micofilia y micofobia). De ser errónea nuestra hipótesis, habría que reconocer que una hipótesis falsa que ha dado tanto fruto como ésta es bien singular. Pero no es errónea. Gracias a los enormes avances realizados durante este siglo en el estudio de la psique humana, todos nosotros sabemos ahora que las actitudes emocionales profundamente arraigadas, que se adquieren a temprana edad, son de importancia fundamental. Me parece que cuando tales rasgos colorean las actitudes de tribus o de razas enteras, cuando tales rasgos han permanecido inalterados a través de la historia y, sobre todo, cuando difieren entre dos pueblos vecinos, nos encontramos frente a frente con un fenómeno de las mayores implicaciones culturales, cuya causa primera podrá ser descubierta sólo en los veneros de la historia cultural.
Nuestros archivos y correspondencia crecieron constantemente y al final, en algún momento a principios de los cuarenta, Tina y no nos sentamos y nos preguntamos que íbamos a hacer con toda esa información. Decidimos escribir un libro; mas había tantas lagunas en nuestros datos que debieron pasar años antes de que pudiésemos llevar las palabras al papel. En nuestras conversaciones de entonces encontramos que habíamos estado pensando en la misma dirección temerosos de expresar nuestras ideas incluso entre nosotros: eran demasiado fantásticas. Ambos habíamos llegado a columbrar un período muy remoto, mucho antes de que nuestros antepasados supieran escribir, en que aquellos antecesores deben haber considerado a un hongo como una divinidad o como un ente cuasi divino. No sabíamos cuál(es) hongo(s) ni por qué. En la época del mundo primitivo el mundo entero se hallaba transido del sentimiento religioso, y los poderes invisibles lo mantenían empavorecido. Sin duda nuestro “hongo” sagrado debe haber sido maravilloso, debe haber evocado respeto y adoración; miedo, sí, y aún terror. Cuando ese culto primigenio dejó lugar a nuevas religiones y a las nuevas prácticas que surgieron con una cultura letrada, las emociones convocadas por la vieja devoción hubieron de sobrevivir, aún arrancadas de sus raíces. En ciertas regiones pervivirían el miedo y el pavor, ya a un hongo particular (como en el caso de A. Muscaria) o bien, conforme a través del tabú deviniese más vago el foco emocional, a las “setas” en general; mientas tanto en otras regiones, por alguna causa que por ahora no conocemos, lo que pervivió fue el espíritu de amor y de latría….. 
Fue en México donde nuestra búsqueda de un hipotético hongos sagrado alcanzó por primera vez su objetivo. El 19 de Septiembre de 1952 recibimos por correo dos cartas de Europa: una de Robert Graves, que adjuntaba un recorte de una revista farmacéutica en que se citaba a Richard Evans Schultes, quien a su vez citaba varios frailes españoles del siglo XVI que contaban acerca de un extraño culto a los hongos entre los indios de Mesoamérica; la segunda, de Giovanni Mardersteig, nuestro impresor de Verona, que nos enviaba un dibujo, ejecutado por él, de un curioso artefacto arqueológico procedente de Mesoamérica. Dicho objeto se exhibía en el Museo Rietberg de Zurich. Era de piedra, de unos treinta centímetros de alto: era obviamente un hongo, con un radiante ser esculpido en el tallo, o en lo que los micólogos llaman el estipe. Tal vez ahí se encontraba precisamente el culto que estábamos buscando, puesto a nuestro alcance. En un principio habíamos resuelto que en nuestras indagaciones nos mantendríamos alejados del nuevo mundo y de África: el mundo era demasiado vasto y nuestras manos tenían suficiente con Eurasia. Mas en un abrir y cerrar de ojos cambiamos de opinión y el curso de nuestros estudios, y nos concentramos en México y en Guatemala. Habíamos estado postulando una conjetura fantástica: que un hongo silvestre era objeto de devoción religiosa. Y de pronto ahí estaba a nuestra puerta. Durante todo aquel invierno estuvimos revisando los textos de los frailes españoles del siglo VXI, y qué relatos tan extraordinarios nos brindaron. Volamos a México en aquel verano de 1953 y repetimos el viaje en muchas temporadas de lluvias subsecuentes. Gracias a la maravillosa cooperación de todo el mundo en dicho país, la noche del 29 de Junio de 1955 logramos finalmente nuestro hallazgo capital: mi amigo el fotógrafo Allan Richardson y yo participamos con nuestras amistades indias en una velada, bajo la dirección de una chamana de extraordinaria calidad. Fue la primera vez , hasta donde se sabe, que alguien de raza ajena compartió tal clase de comunión. Fue una experiencia sobrecogedora. La temeraria conjetura que nos habíamos atrevido a comunicarnos, en un susurro, años atrá, finalmente estaba demostrada. Y ahora, casi un cuarto de siglo después, nos hallamos preparados para ofrecer, en otro hongo, el claviceps purpurea. La clave que guarda los secretos de los misterios eleusinos.
.Que debía haber un denominador común entre el misterio del hongo mexicano y los misterios de Eleusis fue una revelación que me asaltó de inmediato. Uno y otro misterios provocaban un avasallador sentimiento de temor reverente, de maravilla. Dejaré que sea el profesor Ruck quien hable de Eleusis, mas deseo citar antes a un antiguo escritor, el retórico Elio Arístides, que en el siglo II d.c. alzó por un instante el velo, cuando dijo que lo que experimentaban los iniciados era “nuevo, sorprendente, inaccesible a la cognición racional”, y después:
Eleusis es un santuario común a la tierra entera, y de cuantas cosas divinas existen entre los hombres es la más reverenciable y la más luminosa. ¿En qué lugar del mundo han sido entonados cánticos más milagrosos y donde han provocado los dromena mayor emoción, dónde ha existido rivalidad mayor entre el mirar y el escuchar?
Y Arístides continúa hablando de las “visiones inefables” cuya contemplación fue privilegio de muchas generaciones de hombres y mujeres afortunados.
Punto por punto esta descripción es paralela con el efecto sentido por los iniciados en el rito mesoamericano de los hongos, inclusive la rivalidad entre el mirar y el escuchar. Pues las visiones que uno experimenta asumen contornos rítmicos y los cantos de la chamana parecen adquirir formas visibles y abigarradas.
Al parecer, entre los griegos corría la voz que los hongos eran el “alimento de los dioses”, broma theon, y se dice que Porfirio los llamó “nodrizas del los dioses”, theotropho. Los griegos de la época clásica eran micófobos. ¿Acaso no sería esto porque sus antecesores sintieron que la totalidad de la familia de los hongos se hallaba contagiada “por atracción” con la cualidad divina del hongo sagrado, y en consecuencia los hongos debían ser evitados por los mortales? ¿Acaso no estamos examinando aquí algo que en su origen fue un tabú religioso?
No quiero que se entienda que estoy sosteniendo que sólo estos alcaloides (donde quiera que se encuentren en la naturaleza) provocan visiones y éxtasis. Evidentemente algunos poetas y profetas y muchos místicos y ascetas parecen haber experimentado visiones extáticas que cumplen las condiciones de los antiguos misterios y reproducen los efectos de la ingestión ritual de hongos en México. No estoy insinuando que San Juan, en Patmos, haya tomado hongos cuando escribió el Apocalipsis. No obstante ello, la secuencia de imágenes en su visión, tan nítidas y a la vez tan fantasmales, me indica que el Apóstol se encontraba en el mismo estado de quien ingiere los hongos. Tampoco insinúo, ni por un instante, que William Blake conociera los hongos cuando escribió esta hipotiposis de la nitidez que tiene la “visión”:
Los profetas describen lo que ven en la Visión como hombres reales y existentes, a quien ellos vieron con sus órganos imaginativos e inmortales; los Apóstoles lo mismo; mientras más diáfano sea el órgano más nítido será el objeto. Un espíritu y una Visión no son, como supone la filosofía moderna, un vapor nebulososo una nada: se encuentran organizados y minuciosamente articulados más allá de todo lo que puede producir la naturaleza perecedera y mortal. Quien no imagina con contornos mejores y más vigorosos, y bajo una luz mejor y más intensa, de lo que puedan distinguir sus ojos perecederos, en realidad no imagina nada.
Esto sonará críptico a quien no comparta la visión de Blake o no haya ingerido los hongos. La ventaja de los hongos es que pueden poner a muchas personas, si no a todas, en este estado, sin que deban sufrir las mortificaciones de Blake ni las de San Juan. Su ingestión permite a uno contemplar con mayor claridad que la de nuestros ojos mortales, vistas que están allende los horizontes de esta vida; viajar por el tiempo, hacia adelante y hacia atrás; penetrar en otros planos de la existencia; incluso, como dicen los indios, conocer a Dios. No es muy sorprendente que nuestras emociones resulten profundamente afectadas, que sintamos que un vínculo indisoluble nos une con los demás que han compartido el banquete sagrado. Todo lo que uno ve durante esa noche tiene una calidad prístina: el paisaje, las construcciones, los relieves, los animales: todo parece reciñen llegado del taller del creador. Esta novedad de todo –es como si el mundo acabara de surgir- lo abruma a uno y lo funde con su belleza. De manera natural, cuanto nos ocurre nos parece preñado de sentido y, en comparación, la rutina cotidiana resulta trivial. Uno ve todas estas cosas con una inmediatez de visión que lo lleva a decirse: “Ahora estoy viendo por primera vez; viendo directamente, sin la intervención de ojos mortales”
Platón nos dice que más allá de esta existencia efímera e imperfecta de aquí abajo hay otro mundo ideal de arquetipos, donde el Modelo de casa cosa tiene una vida perdurable: hermoso, verdadero, original. A lo largo de milenios, poetas y filósofos han sopesado y comentado dicho concepto. Para mí resulta claro dónde encontró Platón sus “Ideas”; también lo era para aquellos de sus contemporáneos que fueron iniciados en los misterios. Platón bebió de la poción en el templo de Eleusis y pasó la noche contemplando la gran Visión.
Y durante el tiempo en que uno está viendo estas cosas, en México, la sacerdotisa canta, no en voz alta pero sí con autoridad. Es bien conocido que los indios no se entregan  exteriorizaciones de su sentimientos, excepto en tales ocasiones. El canto es bueno, mas bajo la influencia de los hongos uno lo juzga infinitamente tierno y delicado. Es como si estuviese escuchando con los oídos del espíritu, purificado de toda turbiedad…. Está oscuro, pues todas las luces han sido apagadas, menos unas cuantas ascuas entre las piedras del hogar y en incienso en un anafe. Hay quietud, pues la choza de paja posiblemente se encuentre a cierta distancia el pueblo. En la oscuridad y la quietud la voz cambia de ubicación en la choza: de pronto viene de más allá de los pies, ahora suena junto al oído, ahora a lo lejos, ahora realmente debajo de uno, con un extraño efecto de ventriloquía. También son los hongos los que producen esta ilusión. Todo el mundo la experimenta, así como sucede con los nativos de Siberia cuando comen Amanita Muscaria y yacen bajo el conjuro de sus chamanes, que así mismo hacen gala de una pasmosa habilidad para imprimir un efecto de ventriloquía a sus toques de tambor. De manera similar, en México escuché a una chamana que emprendía un sesión de percusiones de lo más complicado: con las manos se golpeaba el pecho, los muslos, la frente, los brazos; cada punto del cuerpo producía una resonancia diferente y ella mantenía un ritmo complicado en el que modulaba e incluso sincopaba los golpes. El cuerpo de uno yace en la oscuridad, pesado como el plomo, pero el espíritu parece remontarse y abandonar la choza, y con la velocidad del pensamiento viajar por donde desee, en el tiempo y en el espacio, acompañado por el canto de una chamana y por el golpeteo de sus rítmicas percusiones. Lo que uno mira y lo que uno escucha parece ser una sola cosa: la música asume formas armoniosas, reviste de forma visual sus armonías, y lo que uno está mirando adopta las modalidades de la música: la música de las esferas. “¿Dónde ha existido mayor rivalidad entre el mirar y el escuchar?” ¡Cuán a propósito de la experiencia mexicana era la antigua pregunta del retórico griego! Todos los sentidos se encuentran afectados de manera similar: el cigarrillo con el que uno ocasionalmente rompe la tensión de la noche tiene un aroma como el que jamás otro lo ha tenido; el mejor vaso de agua pura es infinitamente mejor que la champaña. En algún lugar escribí una vez que la persona que ha ingerido hongos se encuentra suspendida en el espacio: una mirada despojada del cuerpo, invisible, incorpórea, que ve pero no puede ser vista. En realidad los cinco sentidos se encuentran despojados del cuerpo, todos ellos a tono con ese alto nivel de sensibilidad y alerta, todos ellos mezclándose de la manera más extraña hasta que el sujeto, enteramente pasivo, deviene un puro receptor de sensaciones infinitamente delicado….
Por fin conoce uno lo inefable y lo que significa el éxtasis. El espíritu se remonta al origen de esa palabra: para los griegos ekstasis significaba que el alma volaba fuera del cuerpo. Estoy seguro que esta palabra fue acuñada para describir el efecto de los misterios de Eleusis. ¿Puede hallarse mejor término que ese para describir el estado de quienes han ingerido hongos? En el habla cotidiana, entre los muchos que nunca han experimentado el éxtasis, “éxtasis” significa algo divertido, y a menudo la gente me pregunta por qué no tomo hongos todas las noches. Pero el éxtasis no es una diversión. Es el alma misma lo que es tomado y sacudido hasta el estremecimiento. Después de todo, ¿quién buscará sentir el temor de una reverencia absoluta, o traspasar esa puerta de maravillas que lleva a lo absoluto? El ignorante ordinario emplea mal la palabra, y nosotros debemos recapturar su sentido total y aterrorizador…
Unas cuantas horas después, a la mañana siguiente, uno está listo para ir a trabajar. Pero cuán baladí nos parece el trabajo en comparación con los portentos ocurridos durante aquella noche. Si uno puede hacerlo, preferirá permanecer cerca de la casa y, junto con quienes compartieron esa noche, comparar notas y gritar de asombro.
Quiero dar una idea de la abrumadora sensación de reverencia que los hongos sagrados provocan entre la población nativa de las montañas mexicanas. En la tribu mazateca donde los tomé por primera vez estos hongos es especial no son “hongos”: pertenecen a otra categoría. Hay una palabra, thain  , que abarca a todos los fungi: los comestibles, los que son inocuos aunque no puedan comerse y los venenosos; a todos los fungi menos los sagrados. Los hongos sagrados reciben un nombre que es un eufemismo de otro nombre ahora perdido: son nti-xi-tho . (En mazateco, cada sílaba puede pronunciarse en cuatro tonos distintos, o con entonaciones que van de uno a otro; el más agudo es nti .El primer elemento , nti, es un diminutivo de afecto y respeto. El segundo, xi-tho, significa “el que brota”. Así pues, la palabra completa sería “el pequeño que brota”. Pero esta palabra es sagrada: no se escucha en el mercado ni en donde hay un grupo de personas reunidas. Es mejor traer el tema a colación por la noche, a la luz de una fogata o una vela (velada), cuando uno se encuentra a solas con sus huéspedes. Entonces ellos se extenderán largamente sobre las maravillas de estos hongos prodigiosos. Es probable que en lugar de dicho nombre eufemístico utilicen incluso otros eufemismos más avanzados: los niños santos o las cositas, en mazateco. Cuando partíamos a caballo de las montañas mazatecas, después de nuestra primera visita, preguntamos a nuestro muletero, Víctor Hernández, como había sido que los hongos sagrados llegasen a ser llamados los pequeños que brotan. Víctor había recorrido las montañas durante toda su vida y hablaba español, aunque no sabía leer, escribir, ni decir la hora en el reloj. Su respuesta, preñada de emoción y sinceridad, alentaba la poesía de la religión, y yo la cito aquí palabra por palabra, tal como él la pronunció y yo la anoté entonces en mi libreta:
El honguillo viene por sí mismo, no se sábe de donde, como el viento que viene sin saber de dónde ni por qué.
Víctor se refería a la génesis de los hongos sagrados: brotan sin semillas ni raíces, un misterio desde el principio. Cuando le preguntamos a Aurelio Carreras, carnicero de Huautla, a dónde nos llevan los hongos, dijo sencillamente: “Le llevan allí donde Dios está”. Según Ricardo García González, de Río Santiago, para tomar los hongos “hay que ser muy limpio, es la sangre de nuestro señor Padre Eterno. Los testimonios anteriores son de habitantes del pueblo que hablaban español y que elegimos al azar; expresan la religión en su esencia más pura, sin ningún contenido intelectual. Aristóteles dijo que los misterios eleusinos precisamente son lo mismo: los iniciados debían sufrir, sentir, experimentar ciertas emociones y estados de ánimo; no estaban ahí para aprender nada.
Cuando el hombre emergía de su vasto pasado, hace milenios, hubo un estadio en la evolución de su conciencia en que el descubrimiento de un hongo (¿o fue una planta superior?) con propiedades milagrosas constituyó una revelación, un verdadero detonados para su alma que despertó en él sentimientos de terror y reverencia, de bondad y de amor, en el más alto registro de que la humanidad es capaz; todos esos sentimientos y virtudes que a partir de entonces la humanidad ha considerado como el mayor atributo de su especie. Esa planta le permitió ver lo que estos ojos mortales no pueden mira. Cuánta razón tenían los griegos al rodear de sigilo y custodia este misterio, este beber la poción. Lo que hoy en día a desembocado en una simple droga, una triptamina, un derivado del ácido lisérgico, era para ellos un milagro prodigioso, inspirador de poesía, filosofía y religión. Tal vez con todos nuestros conocimientos modernos no necesitemos ya de los hongos divinos. O ¿los necesitaremos más que nunca? No falta quien se moleste porque la clave, aún de la religión, pueda reducirse a una mera droga. Por otra parte, tal droga es misteriosa como siempre lo ha sido: “como el viento que viene sin saber de dónde ni porqué”. De una simple droga brota lo inefable, surge el éxtasis. No es el único caso en la historia de la humanidad en que lo más bajo a dado origen a lo divino. Parafraseando un texto sagrado diríamos que esta paradoja es difícil de aceptar, mas digna de que todos los hombres crean en ella.
¿Qué no darían nuestros estudiosos de la antigüedad clásica a cambio de la oportunidad de asistir al rito en Eleusis, de hablar con las sacerdotisas? Llegarían a los recintos, entrarían a la cámara sagrada con la reverencia emanada de los textos que han venerado a lo largo de milenios. ¡Qué propicio sería el estado de su espíritu si se les invitara a compartir la poción! Pues bien, tales ritos ocurren ahora, ignorados por estudiosos de la Antigüedad clásica, en habitaciones apartadas, humildes, con techos de paja, sin ventanas, lejos de los caminos trillados, en lo alto de las montañas, en la quietud de la noche, rasgada sólo por el ldarido de un perro o el rebuzno de un asno. O bien, ya que nos encontramos en la temporada de lluvias, el misterio puede celebrarse bajo un aguacero torrencial, con el acompañamiento de truenos terroríficos. Y entonces, por supuesto, mientras uno yace ahí bajo el efecto de los hongos, escuchando la música y contemplando las visiones, conocerá una experiencia estremecedora al recordad como algunos pueblos primitivos creían que los hongos, los hongos divinos, debían su origen a la participación celestial de Parjanya, el dios ario del rayo, que los engendraba en la suave Madre Tierra.
R. Gordon Wasson




EL CAMINO A ELEUSIS

Una solución al enigma de los misterios

Se ha escrito tanto sobre los misterios eleusinos y desde hace tanto tiempo, que hacen falta unas palabras que justifiquen la presentación de estos tres estudios dedicados a ellos. Durante casi dos milenios los misterios fueron celebrados cada año (excepto en uno) en beneficio de iniciados cuidadosamente elegidos, en el tiempo correspondiente a nuestro mes de septiembre. Cualquiera que hablase griego tenía la libertad de asistir por su propia cuenta, con la excepción de aquellos cuyas manos estuviesen manchadas por la sangre no expiada de un asesinato. Los iniciados pernoctaban en el telesterion de Eleusis, bajo la dirección de las dos familias de hierofantes, los Eumólpidas y los Kerykes, y partían atónitos por la experiencia que habían vivido: según algunos de ellos, jamás volverían a ser los mismos. Los testimonios acerca de esa noche de vivencias sublimes son unánimes, y Sófocles habla por los iniciados cuando dice: “Tres veces felices son aquellos de los mortales que habiendo visto tales ritos parten al Hades; pues solamente para ellos hay la seguridad de llevar allí una vida verdadera. Para el resto todo allí es maligno.”

Sin embargo, hasta ahora nadie ha sabido qué es lo que acredita tal clase de declaraciones, y hay muchas por el estilo. Para nosotros tres ahí reside el misterio de los misterios eleusinos. A tal enigma nos hemos aplicado y creemos haber encontrado la solución, cerca de dos mil años después de que el rito fue celebrado por última vez y a unos cuatro mil de que se inició.

Los tres primeros capítulos de este libro fueron leídos por sus respectivos autores como ponencias antes la Segunda Conferencia Internacional sobre Hongos Alucinógenos, celebrada en la Olympic Peninsula, Washington, el viernes 28 de octubre de 1977.

                                                                                                                                                              R.G.Wasson

   

1 EL CAMINO DE WASSON A ELEUSIS:
Con este libro inauguramos un nuevo capítulo en la  reciente historia de la etnomicología; un capítulo que por primera vez incluye dentro de la esfera de acción de dicha disciplina, y en forma importante, nuestro propio pasado cultural, el legado que recibimos de la antigua Grecia y el cristianismo y la Iglesia han venido ocultando desde su mismo inicio. La etnomicología es simplemente el estudio del papel de los hongos, en el más amplio sentido, en el pasado de la raza humana; es una rama de la etnobotánica.
Somos tres quienes participamos en esta obra. Albert Hofmann es el químico suizo célebre por su descubrimiento, en 1943, de la LSD; su conocimiento de los alcaloides vegetales es enciclopédico y él se encargará de llamar nuestra atención hacia ciertos atributos de algunos de ellos que son pertinentes a los misterios eleusinos.
Ya que nos encontrábamos ocupados con un tema central de la civilización griega en la antigüedad, era obvio que necesitábamos la cooperación de un estudioso de Grecia. En el momento apropiado supe la existencia del profesor Carl A. P. Ruck, de la Universidad de Boston, quien a lo largo de algunos años ha venido haciendo notables descubrimientos en el indócil terreno de la etnobotánica griega. Durante muchos meses los tres hemos estado estudiando la tesis que ahora proponemos; la contribución de Ruck será la tercera y última. El himno homérico a Deméter es la fuente para el mito que subyace en Eleusis.
En esta, la primera de las tres ponencias, mi cargo consiste en destacar ciertas propiedades del culto de los hongos enteogénicos en México. En el segundo milenio antes de Cristo, los griegos primitivos fundaron los misterios de Eleusis, que mantuvieron embelesados a los iniciados que cada año participaban en el rito. Era obligatorio guardar silencio respecto a lo que allí acontecía: las leyes de Atenas eran rigurosas en cuanto a los castigos que se imponían a todo el que violase el secreto. Pero a lo largo y ancho del mundo griego, por encima del alcance de las leyes áticas, el secreto fue conservado de manera espontánea durante toda la Antigüedad, y a partir de la suspensión de los misterios en el siglo IV d.c. el secreto se ha convertido en un elemento que forma parte de la leyenda de la Grecia antigua. No me sorprendería que algunos estudiosos del mundo clásico llegar sentir incluso que estamos cometiendo un atentado sacrílego al forzarlo ahora. El 15 de noviembre de 1956 leí un breve trabajo ante la American Philosophical Society en el que describía el culto a los hongos en México; en la sesión de preguntas subsecuente apunté que dicho culto podría llevarnos a la solución de los misterios eleusinos. Un célebre arqueólogo inglés especializado en Grecia, con quien había llevado relaciones muy amistosas durante unos treinta y cinco años, me escribió poco después, en una carta, lo siguiente:

No creo que Micenas tenga nada que ver con los hongos divinos ni con los misterios eleusinos. ¿Puedo darte un consejo? No te apartes de tu culto a los hongos mexicanos, y cuídate de estar viendo hongos por todas partes. Nos gustó mucho tu ponencia de Filadelfia y te recomendaríamos que te mantuvieses tan dentro de tu tema como te sea posible. Disculpa la franqueza de un viejo amigo.

Lamento que ahora mi amigo se encuentre ya sumergido en las sombras del Hades; aunque tal vez debiera alegrarme de que no podrá ofenderlo mi insolencia al menospreciar su bien intencionada admonición. (continúa ya mismo)








ALUCINÓGENOS Y CULTURA (parte2)
El chamanismo extático en cuanto “Religión-Ur”

Como la etnología nos ha enseñado, los sistemas simbólicos de los pueblos cazadores de cualquier parte son esencialmente chamanísticos y comparten tantos rasgos básicos sobre el tiempo y el espacio que sugieren orígenes históricos y psicológicos comunes. En el centro de la religión chamanista se yergue el chamán (y la experiencia extática que es sólo suya) en su papel crucial como adivino, poeta, visionario, mago, cantante, artista, profeta de la cacería y del clima, preservador de las tradiciones y curandero de enfermedades corporales y espirituales. Con espíritus ayudantes o familiares, el chamán es preeminentemente  el guardián del equilibrio físico y psíquico del grupo, por el que intercede en las confrontaciones personales con las fuerzas sobrenaturales del supermundo y del submundo, pues él se ha instruido en esa geografía mística a través de su crisis de iniciación, entrenamiento y trance extático. A menudo y aunque no siempre y en todas partes, el sueño extático del chaman ha implicado el uso de alguna planta sagrada alucinógena, con la creencia de que contiene un sobrenatural poder transformador en y por encima de la fuerza vital o “sustancia del alma”, que en los sistemas religiosos animista-chamanistas habita en todos los fenómenos naturales, incluyendo aquellos que nosotros clasificaríamos como “inanimados”. No hay duda de que el chamanismo tiene gran antigüedad: las evidencias arqueológicas sugieren, por ejemplo, que algo muy semejante a las religiones chamanistas de cazadores modernos ya se hallaba presente entre los neandertales de Europa y Asia hace más de 50 mil años
 (Existe ahora una fuerte sospecha de que al menos algunos neandertales eran también magníficos yerberos. En una cueva en Shanidar, en el norte de Iraq, los arqueólogos descubrieron grupos de polen de ocho clases de plantas florales junto a un esqueleto adulto, masculino. Los restos de la planta –originalmente- concebida como la expresión del amor y la preocupación de los sobrevivientes por el familiar fallecido, y como prueba de alto desarrollo espiritual de los neandertales- en realidad pudieron haber sido parte del equipo medicinal del chamán curandero. No menos de siete de las ocho especies representadas por los granos de polen en las tumbas han sido identificadas ahora por el famoso palinólogo francés A. Leroi-Gourhan como pertenecientes a plantas que aún juegan un papel prominente en curaciones a bases de yerbas en la misma área y en el Viejo Mundo  -achillea, cuyo nombre anglosajón “yarrow”, “mil en rama” “mil hojas”, significa “curandero”; athea, o malva loca, cuyo nombre griego igualmente significa “curandero”; senecio, uno de cuyos nombres corrientes anglosajones “groundsel” “zuzón, hierba cana” significa tragapús; y ephedra, cola de caballo, un género que contiene el conocido estimulante nervioso efedrina-. En palabras de arqueólogo Ralph Solecki, de la Universidad de Columbia, quien excavó las cavernas funerarias de Shanidar, de 60 mil años de antigüedad, la presencia de tantas plantas de probado valor medicinal, en una de las tumbas cuando menos da lugar a la “especulación acerca del alcance espiritual de los neandertales”. Es ciertamente tentador especular que si esos neandertales, de quienes Solecki y otros eruditos ahora creen que se hallan en la línea directa de evolución de la humanidad moderna, disponían de conocimientos de tantas plantas medicinales efectivas, probablemente pudieron estar familiarizados con alguna de la flora psiquedélica de la región.)
Al menos es posible, aunque ciertamente no comprobable, que la práctica del chamanismo como “arcaica técnica del éxtasis”  para usar la definición de Mircea Eliade, haya podido contener desde un principio, estos es, desde los meros inicios de la religión misma, el potencial psiquedélico del medio ambiente natural. Esta posibilidad se vuelve más factible en cuanto que el reno mismo, con el cual el hombre, primero como cazador y después como domesticador, ha vivido en una relación íntima durante decenas de miles de años, tiene una cierta relación intrigante con el hongo alucinógeno amanita muscaria, incluso hasta el punto de la enervación. Este fenómeno difícilmente pudo pasar desapercibido para los pueblos paleo-euroasiáticos de hace muchos años, así como en realidad impresionó a las tribus recientes de Siberia.
Aunque deben de haber poseído medios ingeniosos para protegerse de los rigores del contorno ártico, comparables a los de los esquimales y de otros pueblos del norte, los primeros inmigrantes del Asia nororiental pueden en verdad ser llamados “primitivos” debido a su inventario tecnológico. Pero no debemos caer en el error común de equiparar la complejidad tecnológica con la capacidad intelectual. Por el contrario, cuando han sido estudiadas a fondo, (como muy pocas lo han sido) las culturas intelectuales de algunos de los pueblos materialmente menos complejos (los hombres-arbusto de África, los aborígenes australianos, los cazadores del Ártico o de los bosques tropicales, o los indígenas primitivos preagrícolas de California, por ejemplo), han demostrado que rivalizan en complejidad metafísica y en imaginería poética con algunas de las más grandes religiones institucionalizadas. Además, como Schultes y otros han señalado a menudo, los más “primitivos” recolectores de alimentos poseen sofisticados y efectivos sistemas tradicionales de clasificación del medio ambiente natural, y algunos de ellos hace tiempo descubrieron como preparar complejos compuestos farmacológicos y terapéuticos que el mundo industrializado tuvo a su disposición sólo desde el nacimiento de la bioquímica moderna. Después de todo, los indígenas mexicanos y peruanos experimentaron los efectos de otros mundos de la mescalina miles de años antes de Aldous Huxley.
Ningún sistema, por muy conservador que sea, y la religión los es extraordinariamente, es estático, y mucho de lo que encontramos en las religiones de la América indígena fue obviamente elaborado in situ después de mucho tiempo, en el contexto de la adaptación a las relaciones cambiantes del medio ambiente. No obstante, se puede demostrar tantas similitudes fundamentales entre los elementos sustanciales de las religiones del Nuevo Mundo aborigen y los de Asia que casi con seguridad, al menos en sus bases, los sistemas simbólicos de los indígenas americanos ya estaban presentes en el mundo ideacional de los inmigrantes originales del Asia nororiental.
Estas bases son chamanísticas e incluyen numerosos conceptos (reconocibles aún en la cosmología y los rituales altamente estructurados de las civilizaciones jerárquicas, como la de los aztecas, con su institucionalizado ritual cíclico y sus sacerdotes profesionales), tales como: el alma ósea del hombre y del animal y la restitución de la vida a partir de los huesos; todos los fenómenos en el medio son vistos como animados; separabilidad de alma del cuerpo durante la vida (por pérdida del alma, extravíos durante el sueño, por violación o raptos, o, si no, mediante la proyección deliberada del alma, como hacen los chamanes en sus sueños extáticos); por la experiencia extática, iniciática, especialmente de chamanes y la “vocación a la enfermedad” de éstos; causas sobrenaturales y curas de enfermedades; distintos niveles del universo con sus respectivos espíritus gobernantes y la necesidad de alimentar a éstos con comida espiritual; equivalencia cualitativa de las diferentes formas de vida, y la transformación hombre-animal (en realidad, transformación más que creación, como el origen de todos los fenómenos); espíritus animales que ayudan, alter egos y guardianes; maestros sobrenaturales y señoras de animales y plantas; adquisición de poder “medicinal” o sobrenatural por medio de una fuente externa. Con el concepto de transformación tan prominente en estos sistemas tradicionales, es fácil ver por qué las plantas capaces de alterar radicalmente la conciencia llegaron a colocarse en el centro mismo de la ideología.
Según el desarrollo de la hipótesis original de La Barre, mientras en un principio Asia y Europa compartieron esta concepción chamanística, la Revolución Neolítica y los subsecuentes desarrollos socioeconómicos e ideológicos fundamentales, a menudo cataclísmicos en su naturaleza, produjeron hace mucho tiempo cambios profundos en las viejas religiones e incluso su supresión total (aunque las antiguas raíces chamanísticas aún son aquí y allá visibles incluso en las iglesias institucionalizadas. En el Nuevo Mundo en contraste, la forma ancestral de vida (caza y recolección de alimentos), y las creencias y rituales religiosos adaptados a ella, persistieron en el tiempo y el espacio por una mayor extensión mucho mayor que en el Viejo; y, además, la base fundamental chamanística fue mucho mejor preservada, aún en las religiones agrícolas de las grandes civilizaciones que surgieron en Mesoamérica y en los Andes, al igual que en las sociedades de cultivo más sencillas.
De hecho, las dos situaciones ni siquiera son comparables. Hay muchas razones históricas para esta diferencia, pero una que debe subrayarse es que antes de la colonización europea el Nuevo Mundo en su totalidad nunca conoció el fanatismo intolerante que es característico de algunas de las principales religiones del Viejo Mundo, particularmente del cristianismo y el Islam, pues ambos transformaron masivamente las áreas que dominaron (aunque, como sabemos, cuatro siglos de catolicismo español no pudieron erradicar completamente todas las huellas del pasado pre-europeo, y resultaron un espectacular fracaso en la supresión de los tradicionales alucinógenos sagrados). En el Nuevo Mundo era característica general, incluso en las civilizaciones indígenas estratificadas, militaristas y expansionistas, que si la conquista de un grupo por otro llegaba a afectar la religión, típicamente resultaba en acrecentamiento o en síntesis más que en persecución, supresión y conversión forzadas. Estas bendiciones de la vida civilizada tuvieron que esperar la llegada de los europeos.
Sin idealizar indebidamente la verdadera situación, en especial en lo que finalmente vinieron a ser aspectos no adaptables de religiones como la de los aztecas, es  correcto decir que la mayoría de los indígenas del norte al sur, y a través de toda la prehistoria, parece haber valorado sobre todas las cosas la libertad individual de cada persona para determinar su propia relación con las fuerzas invisibles del universo. En muchos casos este proceso de determinación incluía la confrontación personal con esas fuerzas en el trance extático, a menudo con el auxilio de plantas a las que se les confería poderes sobrenaturales. Significativamente, no existe un atisbo de evidencia de que esta antigua situación haya sido afectada en lo fundamental por el surgimiento de burocracias políticas y religiosas, o de que llegara a ocurrir que estas burocracias ejercieran un poder policiaco sobre el derecho del individuo para transformar su conciencia con cualquier medio que deseara… (continúa próximamente arriba)




ALUCINÓGENOS Y CULTURA (1era parte)
(Información tomada del libro Alucinógenos y cultura de Peter T. Furst, editado en FCE colección popular, 1980)

UNA INTRODUCCIÓN
En 1970, La Barre publicó una ponencia significativa en Economic Botany “Narcóticos del Viejo y Nuevo mundo: una interrogante estadística y una respuesta etnológica”, que procuró dar razón por primera vez, en términos de historia cultural, de la sorprendente proliferación de hongos sagrados en la América indígena. La “interrogante estadística” provenía de Schultes: ¿cómo va uno a explicarse la notable anomalía entre el gran número de plantas psicoactivas conocidas  por los primeros americanos, que habían descubierto y utilizado de ochenta a cien especies diferentes, y el número mucho menor –no más de ocho o diez- que como es sabido fueron empleadas en el viejo mundo?.
Desde un punto de vista estrictamente botánico se esperaría que lo contrario fuese cierto: El Viejo Mundo tiene más masa terrestre que el Nuevo; su flora es al menos tan rica y tan variada, y contiene la misma cantidad potencial de plantas alucinógenas; la humanidad o la protohumanidad ha vivido allí durante millones de años (mientras que en América data de unas cuantas decenas de miles) y ha tenido inconmensurablemente más tiempo para explorar su contorno y para experimentar las distintas especies. Dadas estas circunstancias, concluyó Schultes, la respuesta difícilmente podía ser botánica, tenía que ser cultural.
Así es, replicó La Barre. El interés de los indígenas americanos por las plantas alucinógenas está ligado directamente a la supervivencia en el Nuevo Mundo de un chamanismo esencialmente paleomesolítico euroasiático que los antiguos cazadores de grandes animales llevaron consigo del Asia nororiental, y que resultó ser la base religiosa de los indios americanos. El chamanismo se encuentra profundamente arraigado en las experiencias extáticas, visionarias, y los primeros indígenas americanos, al igual que sus descendientes fueron, por así decirlo, “programados culturalmente”  para una exploración consciente del medio ambiente a fin de buscar los medios de obtener el estado que deseaban.
La hipótesis de La Barre consistió entonces en que:
1)      El uso magicorreligioso de las plantas alucinógenas por los indios americanos representa una supervivencia de un antiquísimo estrato chamanista paleolítico y mesolítico, y que el ancestro directo sea probablemente una forma arcaica de los cultos chamanistas euroasiáticos de la amanita muscaria , que sobrevivió en Siberia hasta el siglo actual, y 2) que mientras profundas transformaciones religiosas y socioeconómicas produjeron la erradicación del chamanismo extático y del conocimiento de los hongos intoxicantes y de otras plantas en la mayor parte de Eurasia, un conjunto muy distinto de circunstancias favoreció la supervivencia y elaboración de éstas en el Nuevo Mundo.
Tales discernimientos (a los cuales el trabajo de Wasson sobre la sagrada amanita muscaria , de Eurasia, y los hongos mesoamericanos hizo una gran contribución) han aumentado tanto desde entonces, en letra imprenta y en numerosas discusiones públicas y privadas, que en las últimas épocas nos han unido a varios de nosotros en campos relacionados y complementarios. Estos discernimientos son, creo, tan fundamentales para la comprensión  de los alucinógenos tradicionales que será apropiado desglosarlos con mayor detalle para que sirvan de introducción a los temas que trata este libro.
Los indígenas americanos son descendientes de pequeños grupos paleoasiáticos de cazadores y recolectores que emigraron, al final del Paleolítico y del Mesolítico, hacia el Nuevo Mundo a “través del puente de tierra” de dos mil quinientos kilómetros de ancho que entonces conectaba lo que ahora son Siberia y Alaska. La edad de esas primeras migraciones es un tema que aún se discute. Sin tomar en cuenta algunas afirmaciones extravagantes que le adjudican  más de cien mil años, la mayor parte de los estudios fluctúa entre 40 mil y 50 mil años, en su etapa más antigua, y 12 y 5 mil años para los últimos movimientos mayores., antes de que los glaciares se derritieran y elevaran el nivel del mar entre 60 y 90 metros, inundando el paso entre América y Asia, a la vez que abrían un nuevo corredor de hielo para el movimiento hacia el sur. Abundan las fechas de radio carbón de sitios de ocupación paleo-indígenas en América del Norte y del Sur que se encuentran entre estos dos extremos. Y sabemos que desde hace poco menos de diez mil años ya habían gente en prácticamente todo el Nuevo Mundo, desde el extremo del norte hasta la Tierra del Fuego. También sabemos que lo primeros americanos se sostenían a base de cazar enormes animales ya extintos, especialmente mamuts, mastodontes, perezosos gigantes, camellos y caballos del Pleistoceno, así como animales pequeños y plantas silvestres; y que su tecnología y sus adaptaciones generales se parecían en gran medida a las de sus contemporáneos en medios comparables de Eurasia. La adaptación, no obstante, tiene que ser entendida holísticamente, incluyendo a la metafísica o la ideología lo mismo que al medio ambiente y la tecnología. En otras palabras, cualquiera que haya sido el nivel de complejidad tecnológica, estos primeros americanos de desplazaron e interactuaron recíprocamente con un universo ideacional y no sólo físico, posiblemente con sólo una estrecha línea divisoria entre estos dos planos esenciales que se encuentran todavía en culturas de cazadores y en otros sistemas tradicionales que sobreviven.
Quizá no es excesivo decir que el misticismo siempre ha sido un aspecto fundamental de la condición humana, cuyos principios se remontan probablemente hasta los albores primitivos de la autoconciencia.
Pero los primeros americanos difícilmente podrían considerarse como primitivos. Por el contrario, el escaso material óseo antiguo de que disponemos nos muestra que en realidad eran modernos homo sapiens, que variaban del tipo asiático-caucásico al mongoloide no especializado, y que por lo general se parecían a los pueblos indígenas de la actualidad. Los ancestros directos de los indios americanos fueron, pues, el producto no sólo biológico sino intelectual de cientos de miles de años de evolución humana en Asia hasta llegar a un tipo moderno, y puede resumirse que habrían compartido con otras poblaciones asiáticas un sistema simbólico y ritual bien desarrollado junto a otros aspectos religiosos que se originaron y se adaptaron a su forma de vida de cazadores y recolectores de alimentos vegetales silvestres. (continua próximamente).



VERSOS ACHUMA, CACTO SAGRADO DE LOS ANDES


Estos versos describen el encuentro con el San Pedro. El poema narra el brindis sacramental con la planta, la partida en busca del “mensaje” de la cordillera, la “visión felínica” y la “visión rapaz” propiciadas por la achuma, el “descubrimiento” de la cosmogonía andina y la peregrinación al centro ceremonial de Chavín de Huántar.

ACHUMA
Bebemos la savia del desierto
brindis ancestral ¡achuma!
Subimos por los ríos secos.
Dejamos atrás montañas
de lenguaje envasado y consumido.
Apurados de un atónito sigilo
hacemos vagar la extraviada
infinitud de los cerros.
Caminamos hacia la extensión
del silencio sin límites.
Caminamos hacia adentro
de la noche, hacia adentro
del desierto, hacia dentro
del lenguaje, hacia adentro
vamos a buscar el centro.
Silencios aclarados por la luna.
Vamos a recuperar la palabra
en el centro de la noche
en el centro del desierto.
Vamos a buscar el centro.
Luna llena, espejo del cazador:
refleja los sentidos en la imagen presa.
En el río, vemos al puma sediento
salpicarse de imágenes
y vestirse de rugidos.
Los sentidos se deshacen
en sensación felínica.
Felino al acecho ¡ah! ¡chuma!
de todo lo que pasa fuera y dentro
¡ah! ¡chuma! baño vaporoso
de inextricables manchas.
Los cerros son el perfil
de la palabra ¡achuma!
arco estirado, contorno
del lomo del puma.
Ascensión rapaz a lo más alto
donde vuela la visión del cóndor.
Nuestros ojos ven
el nevado: roca de agua.
El río: zigzag entre cerros
pendiente de la creación
escala de fluidos estelares
raíz de la geometría andina.
El canto rodado:
desprendimiento de roca
pulido por el fluir constante,
mensaje de la cordillera
concentrado en piedra.
El ave que más alto vuela
es la que mejor ve.
El cóndor mira de arriba
el movimiento de la creación.
Sobre la divisoria de aguas
domina la costa y la selva,
captura la simetría dual
de la cordillera blanca y negra.
El ave se hace rapaz
tomando el agua más alta,
mirar de arriba
hace a la visión rapaz.
De improviso estamos en el centro.
De improviso nos descubre el centro
en el cruce de los cuatro caminos.
El centro de la noche en el centro
de los Andes, el centro del silencio
en el centro del desierto, más allá…
en el cruce de los cuatro caminos.
En el cruce de los cuatro caminos
hacemos el fuego del centro:
mensaje que alimenta el viento.
¡Achuma! ¡achuma!
resuena el eco por los cerros
y los animales paran las orejas
¡achuma!¡achuma!
saltamos sobre el fuego
en el cruce de los cuatro vientos.
Caminamos bajo la cruz del sur:
reflejo de pasos en confluencia.
El fuego hace al paso ritual.
Cenizas marcan la huella
de los centros quemados
¡achuma! eco de valle en valle
hasta el valle de Chavín de Huántar.
Gran Lanzón del Templo Viejo:
centro de piedra tallada,
raíz de la religión andina
en piedra y en pié.
El ojo de Chavín recorrió América
sentado en los cuatro vientos.
Confluir en el centro
es descubrir América.
Hombre, animal y planta:
imágenes que concentran
los símbolos del ritual.
El hombre confluye con la planta
y caza los sentidos en símbolos.
Ojo, oreja, nariz de felino
y pelos de serpiente:
vista, oído, olfato y tacto
de cazadores cazados.
Mente y cuerpo de perfil:
sentidos en movimiento.
Una mano agarra la planta
y la otra caza.
Tomar la planta y cazar los símbolos:
dos pasos en confluencia
hacia el centro.
El cacto de los cuatro vientos
es fundamento sólido:
planta tallada en piedra
hace tres milenios.
Lo que el ancestro veía
es lo que nuestros ojos ven.
Desentrañar la religión andina
es ir tras las huellas del ritual:
tomar la planta como el ancestro
y confluir en el centro,
leer la talla con la planta en la mano
y escribir lo tallado en piedra.

1 comentario: