(tal vez no sea necesario aclarar que todo lo que he dicho y
diré se refiere exclusivamente a las
sustancias alucinógenas que, como es sabido, en general no provocan propensión
fisiológica y vicio)
Ante las experiencias relatadas por Michaux nos volvemos a
hacer la pregunta: ¿la farmacia sustituye a la gracia, la reacción poética es
una reacción bioquímica? Coleridge atribuye al láudano la composición de Kubla-Khan; Michaux piensa
que un estado de debilidad psicológica
-fiebre ligera, inflamación de las anginas- y un exceso en la dosis,
bastaron para desencadenar el torrente. La relación entre los estados
fisiológicos y psíquicos no ofrece dudas. El ayuno, los ejercicios
respiratorios, la flagelación, la inmovilidad prolongada, el confinamiento solitario en celdas y cavernas, la exposición
en lo alto de columnas o montañas, el canto, la danza, los perfumes, la
repetición durante horas de una palabra, son prácticas que trastornan nuestras
funciones físicas y provocan la visión. Lo que llamamos espíritu parece
depender de los cambios químicos y biológicos; pero también lo que llamamos
materia se nos ha vuelto energía, tiempo, agujero, caída y, en fin, algo que ya
nos es medible. No me preocupa la antigua querella entre materialismo y espiritualismo sino la fragilidad de
nuestras concepciones morales frente a la embestida de la droga. Entre las
numerosas observaciones de Michaux hay una que me obsesionó durante algún
tiempo: la visión demoníaca fue posterior a la divina. Quizá se trata, como lo
he insinuado antes, de una idea moral, dualista: la mezcalina es singularmente
desdeñosa de las ideas de bien y mal. Desdeñosa y generosa, pues otorga la
visión sin pensar en los “méritos” del que la recibe. Una y otra vez Michaux
habla de “infinito no merecido”. Vale la pena detenerse en esta frase, dueña de
una inequívoca resonancia. Muchos místicos y visionarios han dicho lo mismo.
La alteraciones fisiológicas no producen automáticamente las visiones; tampoco todas
tienen el mismo carácter. Basta comparar, para escoger un ejemplo a la mano, las imágenes que los
hongos mexicanos provocaron en Wasson con las de los profesores y estudiantes
sometidos por el doctor Heim a una prueba análoga. Así pues, la intervén ción
de la psique individual es decisiva. Ya Baudelaire decía, recordando a De
Quincey, que el opio produce sueños distintos en un carnicero y en un poeta..
Pues bien, la acción de la droga resulta desconcertante precisamente en la
esfera de la moral: el asesino puede tener visiones de ángel, el hombre recto,
sueños infernales. Las visiones dependen de cierta sensibilidad (¿facultad?) psíquica que varía de individuo
a individuo pero que no depende del mérito o conducta personal. La droga es
nihilista, : mina todos los valores y trastorna radicalmente nuestras
ideas del bien y del mal, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo
prohibido. Su acción es una burla a nuestra moral de premio y castigo. Esta idea me regocija y me azora:
la droga introduce otra justicia, fundada en el azar o en circunstancias que no
podemos determinar. Distribuye distraídamente lo que siempre se ha considerado
como la recompensa de los santos, los sabios y los justos –el máximos bien que
el hombre puede alcanzar sobre la tierra: la visión, el vislumbre de la
perfecta armonía…
Nuestra perplejidad quizá desaparecería si, en lugar de
pensar en un dios que obra como una droga, pensamos en una droga que obra como
un dios.Quiero decir, si reemplazamos las nociones de azar, fatalidad y
necesidad por las de gracias y libertad. La droga nos abre las puertas de “otro
mundo”.Si esta expresión tiene un sentido, significa que efectivamente
ingresamos a un reino en donde no rigen
las mismas leyes que en el nuestro. Ni las materiales ni las morales. ¿No
sucede lo mismo con la experiencia mística? Todos los textos insisten en el
carácter paradójico de la visión. La alteración de los principios lógicos y, en
general, de lo que se considera el “fundamento del pensar” (aquí es allá; hoy
es ayer o mañana; el movimiento es inmovilidad, etc) corresponde a un trastorno
no menos profundo de las leyes morales: los pecadores se salvan; los ignorantes
son los verdaderos sabios; la inocencia no está siempre en las vírgenes sino en
los burdeles; el “buen ladrón” es el compañero de Cristo; el idiota del pueblo
confunde al teólogo arrogante; el salteador Che es más puro que el virtuoso
Confucio; Krisna empuja a Arjuna a la matanza…
La experiencia mística culmina en la visión del ser o en la
de la vacuidad, pero siempre, plenitud o vacío, se inicia como una crítica de
este mundo y una negación de sus valores. La otra realidad exige la abolición
de esta realidad. La visión se sustenta no sólo en una crítica intelectual sino
en una práctica en la que participa el ser entero: toda mística implica una
ascética. Cualquiera que sea su religión, el asceta cree que hay una relación
entre la realidad corporal y la psíquica. El cristiano humilla a su cuerpo, el
yogui lo domina y así los dos afirman implícitamente la comunicación entre éste
y el espíritu. No es extraño, las prácticas ascéticas tienen una antigüedad milenaria
y son anteriores a la aparición de la idea del alma como una entidad separada
del cuerpo. Como tantas otras técnicas que hemos heredado de la prehistoria, el
ascetismo se anticipa a la ciencia contemporánea.
La analogía con las drogas es impresionante: la acción de
estas últimas sería inmposible si no existiese efectivamente una relación
íntima entre las funciones fisiológicas y las psíquicas. Es indudable que las
prácticas ascéticas y el uso de sustancias alucinógenas formaron parte de un
mismo proceso, según puede verse en los himnos del Rig Veda (texto sagrado de
la India, uno de los más antiguos que se tiene registro) consagrados al soma y
en los ritos de los antiguos mexicanos , hoy día todavía vivos entre los
huicholes y los tarahumaras. La información antropológica sobre esta materia es
muy rica. Es verdad que el vicioso, a diferencia del asceta, no se somete a
ninguna disciplina. La distinción, aunque decisiva, no es aplicable a aquellos
que exploran el universo de la droga con ánimo de saber o contemplar ni tampoco
a los que la emplean en un ritual: hombres de ciencia, poetas, creyentes y
miembros de grupos religiosos. El parecido entre drogas y ascetismo se
extiende, por lo demás, a la esfera de la moral y a la del pensamiento. El asceta
desprecia las convenciones mundanas, es insensible a las ideas de progreso y
provecho, juzga que las ganancias materiales son pérdidas, ve en la normalidad
del hombre común y corriente una verdadera anomalía espiritual y, en fin,
condena por igual a los deberes y los placeres de este mundo. Así mismo, aquél
que ingiere una droga postula una duda sobre la consistencia de la realidad –no
está seguro de que sea tal como la ven nuestros ojos y definen nuestros instrumentos
o sospechan la existencia de otra realidad. Droga y ascetismo coinciden en ser
crítica y negación del mundo.
Desde esta perspectiva quizá nos será más fácil
pronunciarnos sobre la “injusticia” de la droga. Las visiones infernales que
relata Michaux ¿no son el equivalente de
las pruebas y tentaciones que han sufrido todos los ascetas de todas las
religiones? Si la droga provoca la aparición de imágenes horribles ¿no será
porque es un espejo que refleja no lo que aparentamos ser ante otros y ante
nosotros mismos sino lo que somos realmente? El efecto más inmediato de la
droga es aligerarnos del peso de la realidad. Por tanto, es imposible juzgar su
acción con las pesas y las medidas del mundo cotidiano. Pero la droga no nos
enfrenta a otro mundo: las visiones de Michaux no contradicen a sus poemas –los
confirman. Sólo que el “yo mismo” que nos presenta la droga –como el de la
poesía y el erotismo- es un desconocido y su aparición es semejante al de la resurrección
de alguien que habíamos enterrado hace mucho. El enterrado está vivo y su
regreso nos aterra. Al droga nos introduce en un afuera que es una adentro.:
habitamos un yo que no tiene identidad no nombre, vivimos en un allá que es un
acá, dentro de algo que somos y no somos. Nuestros actos tienen otra
consistencia, otra lógica y otra gravedad. Los “méritos” y las “faltas” son
otros y otra balanza que los pesa. Cambio de signo, el más se vuelve menos, el
frío es calor, la exaltación en beatitud, calma y movimiento son lo mismo. Los valores
morales no escapan a esta metamorfosis. Las visiones de virtud, bondad,
rectitud y otras semejantes adquieren un significado diverso y aún contrario al
que tienen en el mundo de las duras relaciones entre los hombres. Las palabras
mérito, premio, ventaja, honor, provecho, interés y otras análogas, heridas de
muerte, se desangran y, literalmente, se volatilizan. Pérdida de la gravedad:
las virtudes verdaderas son de poco peso y se llaman abandono, desapego,
confianza, entrega, desnudez. Lo que cuenta no es el valer sino el valor para
internarse en lo desconocido. Desvalimiento: desasimiento. Ligereza:
desinterés, desprendimiento. Fuera del “deber ser”, el hombre contempla a su
ser. En esta constelación la palabra central es, quizá, inocencia: la “pureza
del corazón” de los cristianos primitivos, el “pedazo de madera sin pulir” de
los taoístas. Desaparición del yo y del nombre, no pérdida del ser. Aparición de
otra realidad, reaparición del ser. Lección de moral: la experiencia nos
enfrenta al misterio que es cada hombre y revela la vanidad de nuestros
juicios. El mundo de los jueces es el de la iniquidad. Sí, el asesino puede
tener sueños de ángel. Cada uno tiene el infinito que se merece. Pero ese
mérito no se mide con nuestras medidas.
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