por: A. Huxley
Creo que el nivel cultural en América y Europa puede
elevarse a algo aproximado a la cima que alcanzó entre los griegos en la era de
Pericles. Pero los medios que yo utilizaría para conseguirlo serían
precisamente los opuestos a los que en general proponen educadores e
inspiradores intelectuales. Ellos multiplicarían el material de lectura y
abaratarían la impresión; yo restringiría el primero a través del simple
expediente de hacer del segundo algo prohibitivamente costoso. Un impuesto del
4.000 o 5.000 por ciento sobre el papel, aplicado simultáneamente por un
acuerdo internacional, en todos los países del mundo, lograría más por la
popularización de la cultura, estoy convencido, que cualquier cantidad de
bilbiotecas y ediciones económicas, enciclopedias y antologías.
La cultura no deriva de la lectura de libros, sino de la lectura exhaustiva e intensa de buenos libros. Ahora bien, el
abaratamiento de papel ha redundado en todas partes en la producción al por
mayor de material de lectura de una calidad inferior y en la formación, en casi
toda la humanidad educada, de una lectura desatenta y superficial. En conclusión,
cualquier incremento importante en la demanda de material de lectura sólo puede
ser satisfecho por un incremente en la provisión de textos mediocres. Confrontado
a material de lectura que no es trivial ni insignificante, el endurecido –o más
bien ablandado- lector de revistas o periódicos o recorre superficialmente las
páginas, tratando el sentido y la importancia como siempre a tratado el
sinsentido y la trivialidad, o da la espalda disgustado y con terror a una
clase de escritura que lo exige, como la buena escritura siempre exige a sus
lectores, que hagan un esfuerzo por acompañar y comprender, que utilicen
activamente su inteligencia e imaginación. He llamado al hábito de leer
demasiado, y de leer cosas sin sentido, un vicio. Y se trata de un verdadero
vicio, comparable al de consumir morfina. La lectura (de periódicos, revistas y
ficción) es nuestro opio y anestesia universales. No leemos para estimularnos a
pensar, sino para prevenir el pensamiento; no para enriquecer nuestras almas,
sino para matar el tiempo y distraer la percepción; no para estar completamente
vivos, sino con el fin de permanecer menos vitalmente conscientes de la
realidad circundante. La impresión barata ha inundado el mundo con un
respetable sustituto del alcohol y la cocaína. La lectura, que debería ser el
alimento del alma, ha sido degradada a una droga espiritual. Si los políticos
utilizaran un poco la razón, añadirían periódicos y revistas a la lista de
intoxicantes degradantes, cuyo tráfico debería ser prohibido o al menos
estrictamente controlado.
Me animaría decir que mi propia sugerencia provee la
solución más simple, acaso la única solución al problema. Un impuesto del 4.000
o 5.000 por ciento al papel, aplicado universalmente, tendría diversos
resultados positivos. Detendría el hábito de la lectura como droga espiritual y
la transformaría de un intoxicante peligroso y degradante en un alimento
valioso para el espíritu. Las masas comenzarían a interesarse por lo mejor que
se ha pensado o dicho y elevaría el nivel ce la cultura en todo el mundo.
El efecto inmediato de un impuesto del 4.000 o 5.000 por
ciento sobre el papel sería retirar de circulación a todos los periódicos. Un diario
del tamaño hoy considerado indispensable costaría cerca de 50 dólares o más o
su equivalente en otras monedas. Muy pocos consumidores comprarían el diario a
ese precio , y los propietarios de verían obligados a suspender la publicación
por completo o, en caso contrario, si
quisieran continuar vendiendo sus productos
al ritmo actual, a reducir sus periódicos a una sola página en cuarto,
en la que ería físicamente imposible amontonar mas que un números muy limitado
de datos significativos, trivialidades y sinsentidos. Los hebdomadarios y
revistas, de 90 a 150 dólares cada ejemplar, simplemente desaparecerían. Lo
mismo que la gran mayoría de las novelas de 90, 150 o 180 dólares. Los libros
serían tan valiosos como en las épocas clásicas y medievales, serían atesorados
con un cuidado piadoso y estudiados con un fervor literariamente religioso, tan
característico de los buscadores de cultura de siglos pasados. En esta época de
basura a granel, no hay manera de comprender la asombrada reverencia con la que
Dante, y aun el muy posterior Milton, podían hablar de los libros y sus
contenidos. Sólo cuando los libros sean tan escasos como en la época de Milton
podrá el hombre moderno recuperar esa pasión por la literatura, ese respeto
religioso por la cultura que distinguía a los hombres de otro tiempo.
Puede confiarse que la prohibición de la lectura ilimitada –ya
que mi propuesta de un impuesto significaría una prohibición- produciría los
mismos efectos psicológicos que la prohibición del alcohol en los Estados
Unidos. La octava enmienda transformó a miles de sobrios ciudadanos
estadunidenses en bebedores inveterados. Bebían porque era ilegal beber, y
luego porque les agradaba, porque habían adoptado el hábito. Del mismo modo, mi
prohibición de la impresión promiscua convertirá a miles de hombres y mujeres
previamente iletrados o amantes de revistas en lectores impenitentes. Lo prohibido
es siempre lo deseado, y valoramos aquello que es más y más difícil de
encontrar. Que mi propuesta se convierta en ley y la piratería de textos de
Shakespeare será una de las profesiones más rentables. Corredores de libros
desesperados desembarcarán cargamentos de Homero y Dante en las orillas de
cuevas solitarias. Policías armados patrullarán los campos, a la caza de
molinos de papel ilegales y ilícitos y ejemplares ocultos de Platón y Espinoza.
En una palabra, el llamado Problema de la Divulgación de la Cultura se habría
resuelto de un modo automático.
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