Mientras los médicos europeos de finales del siglo XV
todavía se encontraban utilizando la sangrías y las sanguijuelas, sus colegas
amerindios contaban con una farmacia de lo más compleja. Al contrario de los
prácticos facultativos del Viejo Mundo, que trataban los síntomas más que la causa de las
enfermedades, los indígenas habían encontrado los medios de curar eficazmente
cientos de enfermedades.
En algunas regiones, los amerindios además de conocer los
usos medicinales de miles de plantas, habían instalado una red bastante
compleja de especialistas. Con los aztecas, por ejemplo, diversos profesionales
el trabajo médico: los tlamatepaticitl aplicaban
los ungüentos y prescribían los medicamentos: los texoxotlaniticitl efectuaban cirugías; los temixiuitiani fungían como parteras; los papiani ejercían el oficio de yerberos y los panamacani distribuían los medicamentos.
Los aztecas impresionaron a los españoles por su talento de
cirujanos. Los médicos autóctonos, entre otras cosas, cosían las heridas con
agujas de hueso y cabellos humanos, e inmovilizaban las extremidades
fracturadas utilizando férulas hechas de plumas, goma, resina o caucho. El estudio
de los esqueletos encontrados en los sitios arqueológicos también demostró que
los aztecas trepanaban el cráneo de los heridos para disminuir la inflamación
del cerebro. En el Amazonas, lugar del caucho, los médicos igualmente habían utilizado
jeringas compuestas de ese material para administrar ciertos tratamientos.
Con algunas excepciones, y pese a toda su ciencia, los
amerindios quedaron impotentes frente a las nuevas enfermedades traídas de
Europa. La malaria constituye una de tales excepciones. Esta enfermedad existía
fuera de América desde hacía mucho tiempo, y constantemente causaba cuantiosas
bajas. Tuvo que ocurrir el encuentro con el nuevo continente para que un
remedio eficaz pudiera por fin combatirla. Ese medicamento milagroso, la
corteza de la quinina, formaba parte
de la farmacología tradicional de los amerindios del Sur, quienes se servían de
ella para combatir las fiebres. Ellos la utilizaron naturalmente contra la
malaria. En gran parte, fue gracias a ese tratamiento que los europeos pudieron
colonizar América en gran escala: antes de la introducción de la quinina, por
ejemplo, uno de cada cinco colonos virginianos moría de malaria durante el
primer año de su establecimiento en el continente.
La ipecacuana es
otro producto amerindio cuya importancia es indudable. Los primeros habitantes
del Amazonas la preparaban con raíces de Cephalaelis
ipecacuanha y de Cephalaelis acuminaia, las dos son
plantas emparentadas con la quina. La ipecacuana probó ser un tratamiento
eficaz contra la disentería, enfermedad caracterizada por diarrea incontrolable
que aún en nuestros días provoca la muerte a miles de niños en el mundo. Debido a sus propiedades vomitivas, la
ipecacuana también es utilizada en los centros de desintoxicación para ayudar a
los pacientes a expulsar las sustancias tóxicas.
No hay que creer que los europeos no disponían de ninguna
planta para curar sus enfermedades; todo lo contrario. Pero con frecuencia
ignoraban los beneficios que ciertas plantas podían aportar hasta que los
amerindios les demostraran su utilidad. Fue particularmente el caso de Cartier,
el primer navegante francés que oficialmente penetró el Río San Lorenzo y se
estableció durante el invierno de 1535-1536 en el lugar que posteriormente
sería la ciudad de Québec. El Escorbuto no tardó en hacerse presente en el seno
del pequeño grupo que estaba privado de comida fresca. 25 hombres (de 110)
murieron antes que Cartier se decidiera finalmente a consultar con los
indígenas que acampaban a los alrededores. Ellos le mostraron la manera de
preparar la annedda, una tizana hecha de corteza y agujas de cedro blanco. Gracias
a este brebaje, que contiene una dosis masiva de vitamina C, los hombres de
Cartier se restablecieron en menos de diez días. Es un hecho que las prácticas
y descubrimientos de los indígenas de América habrían contribuido mucho más
activamente al avance de la medicina si los europeos hubieran prestado pronta
atención a sus técnicas y terapias medicinales, como la tisana hecha de la
corteza de álamo o de sauce para combatir los dolores de cabeza en el norte de
América, pues esta planta contiene salicina, un ingrediente activo cuyas propiedades
son similares a las de la aspirina, analgésico que los occidentales
desarrollaron a precio de grandes esfuerzos de investigación y que no se puso
en el mercado sino hasta principios del siglo XX.
Los amerindios tenían el secreto de otro tipo de medicamento
que utilizaban desde tiempos muy remotos: los laxantes. Extraído de la corteza
de Rhamnus purshiana, el purgante más popular en el mercado en la actualidad,
lo utilizaron primero los naturales del norte de California y de Oregón. Muy
suave, al contrario de sus primos europeos, la Cáscara sagrada (como la
llamaron los primeros españoles que se instalaron en California) evacuaba
completamente los intestinos en un lapso de ocho horas.
Aún cuando la aportación de los indígenas americanos a la
medicina es muy importante, con frecuencia ha sido subestimada. Tal vez debido
a que en el siglo XIX, cuando la ola de tónicos invadió el mercado de América
del norte y Europa, los charlatanes abusaron de su reputación medicinal y la
medicina amerindia fue perdiendo poco a poco su credibilidad. La imagen de que
fue objeto el indígena guerrero en los albores del cine y los espectáculos de
variedades durante la primera mitad del siglo XX, contribuyó igualmente a
relegar un segundo plano la imagen del
indígena curandero.
Bibliografía: “La generosidad del indígena” dones de las Américas al mundo, Coté
Louise, Tardivel Louis, Vaugeois Denis, Fondo de Cultura Económica, 2003, pgs
174-176.
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