jueves, 3 de enero de 2013

La generosidad del indígena; la medicina indígena



Mientras los médicos europeos de finales del siglo XV todavía se encontraban utilizando la sangrías y las sanguijuelas, sus colegas amerindios contaban con una farmacia de lo más compleja. Al contrario de los prácticos facultativos del Viejo Mundo, que trataban  los síntomas más que la causa de las enfermedades, los indígenas habían encontrado los medios de curar eficazmente cientos de enfermedades.
En algunas regiones, los amerindios además de conocer los usos medicinales de miles de plantas, habían instalado una red bastante compleja de especialistas. Con los aztecas, por ejemplo, diversos profesionales el trabajo médico: los tlamatepaticitl aplicaban los ungüentos y prescribían los medicamentos: los texoxotlaniticitl efectuaban cirugías; los temixiuitiani fungían como parteras; los papiani ejercían el oficio de yerberos y los panamacani distribuían los medicamentos.
Los aztecas impresionaron a los españoles por su talento de cirujanos. Los médicos autóctonos, entre otras cosas, cosían las heridas con agujas de hueso y cabellos humanos, e inmovilizaban las extremidades fracturadas utilizando férulas hechas de plumas, goma, resina o caucho. El estudio de los esqueletos encontrados en los sitios arqueológicos también demostró que los aztecas trepanaban el cráneo de los heridos para disminuir la inflamación del cerebro. En el Amazonas, lugar del caucho, los médicos igualmente habían utilizado jeringas compuestas de ese material para administrar ciertos tratamientos.
Con algunas excepciones, y pese a toda su ciencia, los amerindios quedaron impotentes frente a las nuevas enfermedades traídas de Europa. La malaria constituye una de tales excepciones. Esta enfermedad existía fuera de América desde hacía mucho tiempo, y constantemente causaba cuantiosas bajas. Tuvo que ocurrir el encuentro con el nuevo continente para que un remedio eficaz pudiera por fin combatirla. Ese medicamento milagroso, la corteza de la quinina, formaba parte de la farmacología tradicional de los amerindios del Sur, quienes se servían de ella para combatir las fiebres. Ellos la utilizaron naturalmente contra la malaria. En gran parte, fue gracias a ese tratamiento que los europeos pudieron colonizar América en gran escala: antes de la introducción de la quinina, por ejemplo, uno de cada cinco colonos virginianos moría de malaria durante el primer año de su establecimiento en el continente.
La ipecacuana es otro producto amerindio cuya importancia es indudable. Los primeros habitantes del Amazonas la preparaban con raíces de Cephalaelis ipecacuanha y de  Cephalaelis acuminaia, las dos son plantas emparentadas con la quina. La ipecacuana probó ser un tratamiento eficaz contra la disentería, enfermedad caracterizada por diarrea incontrolable que aún en nuestros días provoca la muerte a miles de niños en el mundo.  Debido a sus propiedades vomitivas, la ipecacuana también es utilizada en los centros de desintoxicación para ayudar a los pacientes a expulsar las sustancias tóxicas.
No hay que creer que los europeos no disponían de ninguna planta para curar sus enfermedades; todo lo contrario. Pero con frecuencia ignoraban los beneficios que ciertas plantas podían aportar hasta que los amerindios les demostraran su utilidad. Fue particularmente el caso de Cartier, el primer navegante francés que oficialmente penetró el Río San Lorenzo y se estableció durante el invierno de 1535-1536 en el lugar que posteriormente sería la ciudad de Québec. El Escorbuto no tardó en hacerse presente en el seno del pequeño grupo que estaba privado de comida fresca. 25 hombres (de 110) murieron antes que Cartier se decidiera finalmente a consultar con los indígenas que acampaban a los alrededores. Ellos le mostraron la manera de preparar la annedda, una tizana hecha de corteza y agujas de cedro blanco. Gracias a este brebaje, que contiene una dosis masiva de vitamina C, los hombres de Cartier se restablecieron en menos de diez días. Es un hecho que las prácticas y descubrimientos de los indígenas de América habrían contribuido mucho más activamente al avance de la medicina si los europeos hubieran prestado pronta atención a sus técnicas y terapias medicinales, como la tisana hecha de la corteza de álamo o de sauce para combatir los dolores de cabeza en el norte de América, pues esta planta contiene salicina, un ingrediente activo cuyas propiedades son similares a las de la aspirina, analgésico que los occidentales desarrollaron a precio de grandes esfuerzos de investigación y que no se puso en el mercado sino hasta principios del siglo XX.
Los amerindios tenían el secreto de otro tipo de medicamento que utilizaban desde tiempos muy remotos: los laxantes. Extraído de la corteza de Rhamnus purshiana, el purgante más popular en el mercado en la actualidad, lo utilizaron primero los naturales del norte de California y de Oregón. Muy suave, al contrario de sus primos europeos, la Cáscara sagrada (como la llamaron los primeros españoles que se instalaron en California) evacuaba completamente los intestinos en un lapso de ocho horas.
Aún cuando la aportación de los indígenas americanos a la medicina es muy importante, con frecuencia ha sido subestimada. Tal vez debido a que en el siglo XIX, cuando la ola de tónicos invadió el mercado de América del norte y Europa, los charlatanes abusaron de su reputación medicinal y la medicina amerindia fue perdiendo poco a poco su credibilidad. La imagen de que fue objeto el indígena guerrero en los albores del cine y los espectáculos de variedades durante la primera mitad del siglo XX, contribuyó igualmente a relegar  un segundo plano la imagen del indígena curandero.


Bibliografía: “La generosidad del indígena” dones de las Américas al mundo, Coté Louise, Tardivel Louis, Vaugeois Denis, Fondo de Cultura Económica, 2003, pgs 174-176.

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